Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Del dimorfismo, los travestidos y los taxistas

Fecha: 23 de marzo de 2017 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

El dimorfismo sexual, es decir, la diferencia anatómica entre machos y hembras, explica muchas conductas entre los animales. Un marcado dimorfismo indica que los machos dominantes lucharán por el derecho a reproducirse, surgirá un líder o macho alfa y se formarán los fenómenos del «harén» animal, como ocurre con los gorilas. Un dimorfismo ligero, casi nulo, será favorable a relaciones monógamas y estables entre las parejas, como les ocurre a muchas aves. El dimorfismo es una clave de los arqueólogos y antropólogos para identificar posibles antepasados homínidos en la ruta de la evolución hacia los Homo sapiens o seres humanos. A mayor dimorfismo identificado entre los restos, será más primitivo el espécimen localizado. Al contrario, a menor dimorfismo podremos hablar de un camino evolutivo más cercano a nuestra propia especie, como ocurre con los Homo erectus, los Homo heidebergensis, los Homo neanderthalensis, y por supuesto, los Homo sapiens. En efecto, somos una especie de dimorfismo atenuado, pero aún visible. Existen pocas diferencias radicales entre mujeres y hombres, pero las diferencias se mantienen (por fortuna). El dimorfismo, aún atenuado, explica que subsistan ciertas tendencias competitivas entre los machos de la especie y conductas de harén en algunas culturas. Incluso, el tenaz dimorfismo puede explicar los intentos de control sexual y el acoso en las instituciones, fenómenos que intentamos combatir y erradicar hasta la fecha. Pero ese dimorfismo atemperado también nos permite establecer relaciones monógamas, sin que el tamaño, la complexión o la fuerza corporal de los varones resulte una condición. Todo depende de la voluntad, el deseo y la propia cultura. A final de cuentas, el ser humano puede elegir su propio camino y todo se reduce al libre albedrío: sea la sensatez, sea el despilfarro. Pero el dimorfismo adquiere extraños rumbos entre la especie humana. Una vez circulé arriba de un taxi por la Avenida Insurgentes de la Ciudad de México. Ya era muy noche y las libélulas nocturnas deambulaban por las esquinas. El taxista me dijo: «si notas una mujer escultural es que en realidad no es mujer: es un travesti. Las mujeres son más naturales y menos llamativas». En efecto, el pedagógico taxista me fue indicando durante el trayecto, con mirada de águila, cuál era mujer y cuál hombre travestido. La clave eran las manos, pues «aún no se inventa algo que sustituya las grandes y toscas manos de los varones por las suaves manos femeninas». Ni hablar, eso del dimorfismo es algo complicado en nuestra era. Algún arqueólogo del futuro tendrá que conseguir a un taxista que le explique cómo son en verdad las cosas…

Sin sentido…

Fecha: 14 de marzo de 2017 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

A veces se quiere buscar el sentido a todo. Incluso se dice que algo «no tiene sentido» cuando se le descalifica por absurdo o incomprensible. Pero no todo debe tener ese sentido que tanto ambicionamos. Una calle sin sentido evidente, por ejemplo, es que no fue hecha para transitar. Es una calle a donde se llega sin prisa y sin necesidad de buscar una salida de inmediato. Está allí para disfrutarla sin pretender hacer algo. Una calle para vivir. Buscaré esa calle, me instalaré allí y correré a quien llegue intentando darle dirección y propósito. Quizás perder el sentido sea lo más sensato.

Aquello de lo que estás hecho…

Fecha: 14 de marzo de 2017 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Hace algunos años acompañé a unos amigos amantes de lo extremo a un descenso en rapel desde una elevada barranca. Ya había practicado lo suficiente, incluyendo esa extraña sensación de plena horizontalidad en un alto muro vertical, como si se caminara desafiando la gravedad. Aún así me daba cuenta que eso no era lo mío. Soy muy torpe con las manos y muy pesado (aunque en esos años era muchacho y estaba en forma), así que toda maniobra que mis amigos hacían con soltura, casi en automático, a mí me costaba demasiada concentración y esfuerzo. Todo talento es así: si lo tienes se hace fácil y si no debes esforzarte mucho. Aquel día cuando llegué al borde comprendí que no podría hacerlo. Implicaría un riesgo demasiado alto a cambio de una experiencia que tampoco me ofrecía grandes satisfacciones. Así que desistí. Mis amigos me dijeron que si no lo intentaba «nunca sabría de qué estaba hecho». La frase era usual por aquellos años (quizás la puso de moda alguna película), pero no me sonó convincente. Les dije que no lo haría y me fui a esperarlos a un lugar cómodo y sombreado donde me la pasé leyendo (siempre llevo algo para leer, sin importar a donde vaya), mientras ellos descendían por esos enmarañados declives. Pasaron los años y encontré las materias en las que poseo talento, que sigo disfrutando hasta la fecha. Me alejé también de las otras, las que me exigían demasiado sin procurarme grandes satisfacciones. Aquellos amigos siguen haciendo cosas extrañas y emocionantes. Acentuaron en su vida las emociones físicas. Yo leo, hablo y escribo. Elegí para mi vida las gratas emociones que ofrece la reflexión. A final de cuentas no necesité bajar en rapel por el abismo para darme cuenta de quien soy y de lo que estoy hecho. A veces se aprende por omisión tanto como por acción y los que se abstienen o declinan pueden vencer tanto como los que osan y emprenden

La caída

Fecha: 22 de febrero de 2017 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Apenas cumplen un par de días los polluelos de la barnacia cariblanca —ave de la familia de los patos y los gansos, que anida en altos peñascos— cuando ya deben enfrentar el mayor reto de sus vidas: deben arrojarse al vacío para llegar a las tierras bajas, donde hay pastos y podrán alimentarse. Es dramático verlos caer desde tan alto. Es una altura que acumula decenas y hasta de cientos de veces su tamaño. La caída es aterradora por algo más: es un risco de piedras afiladas, lleno de salientes que los hacen rebotar y de hendiduras calizas que los podrían atrapar y perder para siempre. De la camada de cuatro o cinco polluelos sobreviven dos, con suerte tres. A veces ninguno. Es una prueba demasiado dura para un recién nacido. Los salva su peso ligero y su plumaje acolchado, además de un instinto que les hace expandir sus minúsculas y malformadas alas, insuficientes para volar o planear, pero que al menos contienen algo de la velocidad en esa vertiginosa caída. Aún así los impactos son pavorosos. Los pequeños emplumados rebotan, pierden la cabeza o se destrozan. Lo increíble es que algunos sobreviven, se enderezan y logran seguir a sus progenitores hasta los pastos, donde iniciarán otros retos por la vida.

Pero lo dramático no termina allí: algunos polluelos son tan desafortunados que, al llegar al suelo, los espera algún depredador, como el zorro nórdico, que los devora sin piedad. Arrojarse, caer, y sobrevivir maltrecho para ser engullido por colmillos salvajes… ¿Vale la pena nacer para morir así?

Se dice que ese salto es una prueba inicial de la naturaleza para ejercer una forma de selección natural, pero es algo dudoso, a menos que esa selección implique a la Fortuna, pues no sobreviven los más aptos, ni los más fuertes, sólo los más suertudos, es decir, aquéllos que el azar permitió evitar las rocas más hirientes y que encontraron el suelo sin depredadores a la vista.

A veces me siento como ellos: arrojado al vacío y cayendo a lugares inciertos, donde espera la supervivencia o una muerte injusta y angustiosa. No soy un recién nacido, claro, pero hay cierta analogía en todo esto que me resulta inquietante. Quizás se trate del permanente dilema entre la comodidad y la audacia, entre las ganas de una vida sosegada y la vocación por el riesgo.

Quizás deberíamos abstenernos de vivir algunas cosas para evitar el dolor de la caída que vendrá después, pero es inevitable hacerlo. Quedarse allí, en ese confortable lugar donde se nace o donde se está, es una condena a la inanición. No queda sino arrojarse, sabiendo que quienes sobreviven al salto no son los más dotados, sino los más afortunados.

Sólo al llegar al suelo sabremos qué tan afortunados somos. Mientras tanto lo único que tenemos es la caída.

El ejercicio del día…

Fecha: 22 de febrero de 2017 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Unas agradables señoras se reúnen todas las mañanas en la esquina de un jardín donde a veces, sólo a veces, voy a caminar. Llegan temprano, bien peinadas, con bellas prendas deportivas, se colocan en la esquina y se disponen a platicar de pie durante una hora o mucho más. No es un platica casual. Por sus gestos y ademanes da la impresión de una charla en forma, como si estuvieran sentadas tranquilamente en un café o un bar. Al concluir la rutina se despiden, intercambian abrazos y besitos y se van tranquilamente a seguir con sus vidas. Verlas tan contentas me da envidia. No todos piensan como yo. Un amigo que hace por allí sus ejercicios matutinos parece aborrecerlas. Les da esa categoría, nada grata, que descalifica a las mujeres comunicativas, mientras sigue sudando en sus propios empeños, corriendo con rabia por el lado duro del jardín. Yo sigo caminando despacio y en cada vuelta las señoras me parecen no sólo agradables, sino más afortunadas que yo. Después de todo el ejercicio, si bien busca la salud, muchas veces la estropea. Quizás tonifique lo cardiovascular pero deja otras secuelas. Tengo amigos, excelentes trotadores, que a estas alturas ya no pueden ni caminar. Además, el ejercicio también parece un recurso para evadir la soledad y los que se dedican a esculpir con obsesión su cuerpo me parecen los seres más solitarios de la existencia. Si todos tuviéramos la oportunidad de salir a charlar con los amigos un buen rato por la mañana, en lugar de ir a quemar unas cuantas calorías sacrificando rodillas y ligamentos, quizás nuestra vida sería un poco menos sana pero sin duda más feliz. Aunque, pensándolo bien, también podría ser un poco más sana, pues con las buenas charlas se disipan más fácil las angustias (ésas que provocan los infartos) que con esos ciclos fatigosos donde gotea la premura. Para la siguiente vez que vaya al jardín ya tengo una estrategia: daré unas vueltas sigiloso y saludaré en cada ocasión a las señoras. Quizás, con un poco de suerte, me inviten a chismear y me incorporen al grupo de forma permanente. Si me ven un día por allí déjenme en paz. Todo será por mi salud y mis rodillas perdurarán.