Un zumbido en mi oreja. Alguien dijo de mí y apenas me di cuenta…
Un zumbido en mi oreja. Alguien dijo de mí y apenas me di cuenta…
¿Quién…?
¿Quién llama…?
Sí. Debí suponerlo. Es mi ansioso corazón que regresa…
Los párpados se cierran, pero los ojos siguen murmurando…
Los párpados se abren, pero los ojos siguen dormitando…
¿Habríamos inventado las puertas si careciéramos de párpados?, ¿Tendríamos todo siempre abierto, listo para salir y para entrar, para dar y recibir?
¿Al cerrar los párpados, no estaremos en realidad abriéndolos?
Al morir dejen todas mis cosas tal y como están. Los zapatos, mis llaves, mi cartera (con sus credenciales y pequeñas notas)…
Dejen mis libros, mis apuntes, mis retratos, mis rincones olvidados.
Dejen todo para reconocerlo, recorrerlo en soledad, imaginarlo.
Pero después, sin piedad, después de un tiempo, destruyan todo, para que pueda saber que ya estoy muerto.
La historia de lo humano es un manto de oscuridad salpicado de algunas luces. No muchas. Apenas las suficientes para intuir el resto, para casi adivinarlo. Nuestro pasado es una edad oscura. Para nosotros, por supuesto. Para los que queremos ver hacia atrás y adivinar lo que pasó antes de nosotros. No era tan oscuro su momento para los que lo vivieron, o sí, pero no lo parecía. En realidad habitaron su pequeño mundo bajo una débil lámpara que se oscureció más con el paso del tiempo. A nadie, a muy pocos si acaso, se les ocurrió relatar lo que significaba lo cotidiano: un poco de su diario vivir. Es un defecto de lo humano: pensar que nuestro momento es intrascendente, que poco importará lo que somos cuando llegue el momento de lo que fuimos. Lo terrible (tanto como lo magnífico) es que en realidad sí importa. El hoy es oro molido para el mañana, pero actuamos igual que los del ayer y nos dejamos devorar por la oscuridad. Queremos ser sombras. Por eso jamás nos atrevemos a relatar lo que hacemos. Mejor lo dejamos pasar rumbo al olvido.