Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Los que ignoran, los que saben

Fecha: 27 de agosto de 2015 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una revolución de la conciencia humana, en la que encuentra fundamento la ciencia moderna, es el reconocimiento a la ignorancia. Antes suponíamos que lo sabíamos todo por un complejo sistema de creencias. Ahora las mentes brillantes e inquisitivas reconocen lo que ignoran sin vergüenza alguna, pues tal reconocimiento es el primer paso para acercarnos a la verdad. Incluso, esas mentes advierten que lo sabido puede ser erróneo o al menos parcial, es decir, que posee tan sólo una porción de la verdad, lo cual quedará esclarecido a medida que se obtiene más conocimiento. Paradoja: nos volvimos más sabios desde que aceptamos nuestra ignorancia. Por eso desconfío de quienes dicen opciones tajantes y definitivas como si poseyeran la verdad. Lo peor es que las dicen desvergonzados, sin mínimo sentido crítico y sin márgenes para la rectificación… Y no sólo eso, con su opinión (que no es más que eso) pretenden dictar la medida de la realidad. Algunos, en su delirio, hasta odian que les contradigan. Los peores son aquellos que suponen debilitarse aceptando su ignorancia, cuando lo único que logran es presumir una cabeza primitiva. Tales especímenes son antagónicos a la evolución humana: quedaron anclados en el medioevo de la conciencia.

Aquel Moro…

Fecha: 25 de agosto de 2015 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Lo dijo alguien, creo que Tomás Moro, pero no el verdadero, sino el personaje de Moro interpretado en una serie de televisión o una película. Si mi recuerdo es de una serie, se trató de Los Tudor (2007) y si es de una película se trató, sin duda, de El hombre de dos reinos (su título en español, que en este caso es más apropiado que el original: A Man for All Seasons, o Un hombre para todas las estaciones, que es impreciso), de 1966. El caso es que Moro -es decir, el personaje de Moro- dijo: «a pesar de que mis sueños son tan poco realistas los mantendré aunque deba soñarlos solo». Claro, estoy citando de memoria y es posible alguna inexactitud, pero la idea era así (extraño caso de una idea que quizás no es de Moro, sino de un guionista que se inspiró en Moro y que llega, mal traducida y peor citada hasta las torpes manos de un funcionario cultural colimense, pero las ideas son así y debemos acostumbrarnos a ellas). Pues bien, cuando la escuché por primera vez, esa frase me pareció deliciosa e incluso estimulante, pero un poco después me pareció jactanciosa, propia de un idealista rayando en la línea del fanático (claro, Moro era utópico. De hecho es el maestro de los utópicos y debemos disculparlo pues hasta mártir y santo lo hicieron después). Pienso (es decir, yo pienso, pues hasta la fecha nadie me interpreta, así que yo no soy un personaje) que cuando la realidad se impone insistir en nuestra «idea de la realidad» es una desmesura, como si quisiéramos convencer al mundo que nuestro castillo de naipes puede sobrevivir a un huracán. Quizás lo consigamos, claro, por una combinación de azares y milagros, pero eso no le servirá de mucho a los demás. Si acaso la hazaña servirá como alimento para un descomunal ego, para esa enfermiza obsesión por soñar sueños que la realidad desdeña. Eso digo yo, pero a todo esto deberé buscar en mi librero aquella película. En ella Robert Shaw encarna de forma estupenda a Enrique VIII. Le creo el papel, lo que nunca logró, pese a sus innegables méritos, Jonathan Rhys-Meyers en la serie. Pero eso, claro, es otra historia.

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Fecha: 24 de agosto de 2015 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Unas cuantas semanas después de la invasión aliada en las playas de Normandía (el famoso «Día D»), la batalla se trasladó a los pequeños pueblos franceses. Los alemanes defendían con furia cada rincón. Los soldados de ambos bandos agonizaban entre los escombros. Parecía una batalla por las ruinas. Según el testimonio de un soldado americano sobreviviente, Mac Evans (tenía 19 años por entonces), cada casa se volvió un campo de batalla. Allí se libraron combates en los corredores y las habitaciones, por cada muro de lo que fue un hogar. Una casa de cierta población (quizás Saint~Lo) fue tomada y perdida once veces en un sólo día de angustiosos combates. El testimonio me trastornó y no pude sino imaginarme el parte de alguna patrulla, dirigido al comandante de la operación: «Gracias al coraje de nuestras fuerzas recuperamos la cocina. Los enemigos resisten todavía en el cuarto de planchado, pero ya desalojamos a los últimos dos que sostenían su posición, como si se tratara de un búnker, en la habitación de la señora de la casa. Encontramos los encajes de la dama formando una svástica. En las siguientes horas tendremos asegurado el sótano y la habitación del niño. Atentamente, Mayor Arnaut de la Compañía E, del 501 de paracaidistas». La historia de la Segunda Guerra aún está por escribirse…

Selección natural…

Fecha: 12 de agosto de 2015 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una lectura superficial de la evolución darwiniana induce a un error. Al aceptar la mecánica de la sección natural que erradica a los individuos inadaptados y permite sobrevivir y reproducirse a los mejor adaptados, tendemos a imaginar esa adaptación como la apropiación de cualidades formidables para la lucha contra la adversidad y los rivales. Entonces proyectamos en la «adaptación» nuestros anhelos profundos, sean estéticos, anímicos o incluso sexuales. Por mejor adaptado entendemos al ser poderoso (grande, fuerte y sólido), inteligente y diligente que deja mordiendo el polvo al ser escuálido, temeroso, torpe o haragán. Los nazis cayeron en esa trampa. Para ellos, los ideales liberales y comunistas socorrían a los individuos débiles, les permitían reproducirse y terminaban «contaminando» al ser humano del futuro. En su delirio, suponían hacer un servicio a la humanidad preservando a los seres puros de la mezcla degenerada con productos humanos inferiores, ésos que la selección natural habría desechado en el basurero de la historia. Para los nazis (y para ideologías racistas similares) la aptitud estaba íntimamente relacionada con la capacidad de lucha y el perfeccionamiento físico. Sin embargo, un vistazo a la naturaleza nos muestra  ejemplos antagónicos. Muchas de las especies sobrevivientes a los continuos holocaustos naturales no fueron las más fuertes y soberbias, sino las más tímidas e huidizas. Las humildes ratitas que fueron los primeros mamíferos (nuestros antepasados) perseveraron frente a los magníficos reptiles gigantes. Los más grandes y fuertes caen más duro. Eso nos lleva a pensar que quizás la supervivencia no sea patrimonio del magnífico, sino del modesto. Quizás también, la adaptación sólo sea una de las formas de un antiguo arte: el pasar desapercibido. Cuando estaba muchacho jugué un deporte rudo, de mucho contacto físico. Tenía un amigo que era un prototipo del gran jugador: sólido y compacto, era también rápido y con gran capacidad de resistencia al castigo. Muy «aguantador», pues. Su temperamento era brioso y explosivo. Le teníamos un justificado respeto y algunos hasta pavor. En consecuencia, era al que más se le exigía en los momentos competitivos y por partida doble: nuestro coach lo enviaba a sangrar en las jugadas brutales y los adversarios trataban de ponerlo fuera de combate desde el primer momento. Pasó por la experiencia deportiva con muchos golpes y algunos daños perdurables en los huesos. En contraste, tenía algunos amigos de modesta constitución física que  jugaban muy poco. El coach sólo los metía al terreno cuando el partido estaba casi ganado, por lástima diríamos, para que sintieran la emoción de participar unos minutos. Los rivales, además, no los reconocían y nunca sintieron la necesidad de bajarles los humos competitivos. Yo pertenecía, por constitución y temperamento, al grupo que se acercaba al prototipo del gran jugador (al que nunca llegué completamente, debo decirlo) y por ello sentía aversión por el grupo de menores cualidades físicas. Al pasar de los años sufrí golpes y lesiones por acercarme a lo competitivo mientras otros amigos pasaron por ese deporte exigente sin mucho daño y con buenas experiencias. La historia no termina allí. Mi amigo, el brioso competidor, quizás por su naturaleza íntima tan salvaje y ese exceso de testosterona, por ese liderazgo natural y esa actitud agresiva frente al mundo, sufrió con los años una muerte prematura. Una vez lo encontré en una reunión social y me reveló que andaba armado. Me dijo que tenía un conflicto y que necesitaba el arma para defenderse, pues no toleraría que lo humillaran o lo sorprendieran con la guardia baja. El dilema que suelen enfrentar los machos alfa. Algunos años después supe de su muerte. Lo asesinaron por la espalda. Le comenté eso a mi padre, quien me dijo algo pavoroso: «Si, por desgracia de valientes y cabrones están llenos los panteones. Para vivir mucho es mejor ser un poco cobarde y no andar peleando con el mundo». En su momento aquella explicación de mi padre me causó escozor. Me parecía antagónica a todo lo que me había enseñado antes, pero ahora lo entiendo. También a él le preocupaba mi temperamento y no quería que mi ánimo competitivo a flor de piel arruinara mi vida, así que tomó a la mano el ejemplo inmediato para darme una lección. En cambio, aún sigo viendo por allí a los integrantes del «equipo débil», aquellos muchachos con pocas cualidades físicas que nunca lograron destacar en aquel rudo deporte. El caso es que no sólo persistieron: son dueños de unas vidas felices. Algunos se volvieron médicos, otros ingenieros, unos más empresarios o comerciantes. Llevan una vida sosegada y tranquila, sin afanes competitivos con nadie. Mientras los veo pienso que Darwin habría elegido a ese grupo de aparentes inadaptados como sus prototipos de supervivencia y habría calificado como una especie en riesgo al grupo de los más osados y sanguíneos. Pensé en todo eso mientras estaba sentado en un jardín observando a unos tímidos pájaros. Esos pajaritos que parecen bolas con patas y que avanzan dando brinquitos. Son una especie exitosa. Siguen aquí y nadie los persigue. Sólo deben cuidarse de algún gato hambriento, pero las personas sentadas en el jardín no los molestan. Mientras los veía pensé en las majestuosas águilas, soberbias y poderosas. Las águilas no temen a un gatito de ciudad, pero están a punto de la extinción. La naturaleza les exige mucho. Ser fuertes y rudas no les ofreció una vida mejor que a esos dulces e insignificantes pajaritos. Quizás el más apto sea el que pasa inadvertido y sigue su vida sin grandes exigencias. Que sean otros los rudos y soberbios, pienso yo. La selección natural (la social, la cultural y todas las demás) les pedirá cuentas algún día.

Ese cálido subdesarrollo

Fecha: 12 de agosto de 2015 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Lo que llaman «subdesarrollo» no lo es tanto. Quizás sea menos organizado y eficiente en términos económicos, pero puede ser más feliz (o si se quiere: tiene menos oportunidades para arrojar infelicidad al mundo). Lo veo en algo tan simple como los animales de granja y consumo. Una ternera nacida en una granja industrial de carne de un país desarrollado tendrá una de las vidas más tristes que puedan imaginarse: será separada de su madre apenas al nacer y encerrada en una jaula estrecha donde pasará todos los meses de su escasa vida. No saldrá a estirarse, para impedir que desarrolle músculo y su carne se mantenga suave. Tampoco podrá convivir con otras terneras. La primera vez que saldrá a caminar un poco será camino al matadero (una magnífica narracción de esta ruta de la desdicha puede leerse en De animales a dioses de Yval Noah Harari, Editorial Debate, 2015). En cambio el ganado mexicano de un rancho modesto, pasará sus días al aire libre en un potrero donde convivirá con otros animales y pastará apaciblemente. Lo mismo podríamos decir de gallinas y pollos, que en nuestros ranchos deambulan sin muchos pendientes, mientras sus «parientes ricos», aquéllos que por azar nacieron en los países desarrollados, engordarán en reducidas jaulas esperando la matanza. Unos animales y otros están condenados al sacrificio, cierto, pero es muy distinto el momento de vida que se les concede. Elijo al rancho mexicano, quizás pobre, quizás ineficiente, pero donde aprecio menos infelicidad que en aquél, tan rico y poderoso, donde los animales pasan de la desgracia a las bocas de una especie dominante y cruel, la nuestra, que no sólo las devora: también vuelve aterradoras sus breves vidas.