Guardó su pistola con un movimiento suave y preciso. No le interesaba el jueguito de la habilidad. Era un pistolero sin humor ni teatralidad. Pero su pistola no necesitaba aspavientos: negra y lustrosa, con una culata de nácar que en otras manos -jamás en las de él- brillaría afeminada. El otro podría atestiguarlo, sólo que en realidad ya no estaba.