En las elecciones importantes, donde se apuesta el todo por el todo, debe arrojarse un «volado», pero no para que la moneda decida por nosotros.
En realidad, en el instante en que la moneda está en el aire, será cuando sabremos si queremos que caiga el águila o el sello (cara o cruz, dirán otros). Se dice que así lo hacía Arnold Rothstein. Yo le creo. Después de todo fue el amo del juego.
Sucede que sólo en el instante donde el azar toma el control y donde nuestros designios están supeditados a la Fortuna, es cuando comprendemos cuál es nuestra íntima convicción.
Sólo así, en el instante del quizás, en el punto muerto de lo que pasó y lo que pasará, es cuando por fin sabremos cuál era nuestro deseo.
Como no puedo salir a distraerme, agobiado por responsabilidades ineludibles, me decidí a revisar algunas series que colecciono para volverlas a disfrutar en la medida de lo posible. Una de ellas es bastante grata para mí: Boardwalk Empire, algo así como “el imperio del paseo marítimo” o incluso, “el imperio del malecón”. Está inspirada en un fragmento de la historia de Atlantic City, en la era de la prohibición (los años 20 del siglo pasado).
La historia gira alrededor de una figura histórica: Enoch “Nucky” Johnson (“Nucky” Thompson en la serie), tesorero de la ciudad, a medio camino entre el político republicano, el hombre de negocios y el mafioso irlandés. Pero lo más atractivo de la serie no es la fascinante personalidad de Nucky, sino que por allí aparecen. en sus inicios, algunos jóvenes que se volverían figuras legendarias del crimen organizado norteamericano, entre ellos Al Capone, Salvatore “Lucky” (el suertudo o el afortunado) Luciano, Meyer Lansky y Benjamín “Ben” o “Bugsy” Siegel.
Estos jóvenes surgen como aprendices o discípulos de figuras relevantes que después superarían e incluso eliminarían, tales como Arnold Rothstein, Johnny Torrio, Big Jim Colosimo, Joe Masseria y Salvatore Maranzano.
Algunas escenas de la serie son maravillosas, como la de aquel local de mala muerte donde Lucky y Meyer regentean una sala de juegos y planifican su futuro, mientras contrabandean alcohol y heroína o controlan a prostitutas. Son unos jóvenes de veintitantos. Ben Siegel, el futuro fundador de Las Vegas, es apenas un muchacho de 16 o 17 años, burlón, alocado, mujeriego y muy dado a la violencia.
Esos jóvenes, un siciliano y dos judíos, que parecerían destinados a una muerte temprana, llegarían a la cúspide de la mafia americana. Lucky fue el líder de la Cosa Nostra (se dice que ya valía un millón de dólares cuando tenía apenas 25 años). Meyer se volvería el financiero de la mafia y fundador del imperio del juego que iniciaría en La Habana (a los 34 años). Bugsy, por su parte, el visionario que desencadenaría el territorio de Las Vegas, fundando el mítico hotel Flamingo a sus 40 años (después sería asesinado por culpa de su desparpajo habitual). Pocas veces en la historia un grupo de muchachos de orígenes humildes (eran inmigrantes y crecieron en el famoso barrio del Lower East Side de Manhattan) logró alcanzar, aun siendo jóvenes, el mando supremo.
La historia brinda algunos casos más de la toma del poder por obra de un puñado de jóvenes. Podemos mencionar un par de ejemplos:
El ascenso al poder de la joven generación de compañeros de armas de Alejandro de Macedonia o Alejandro Magno. Muchos de ellos eran bastante jóvenes, tal como el mismo Alejandro, y a su muerte (a los 33 años) se disputaron el dominio del mundo (se les llamó “diádocos” o sucesores, así como “epígonos” o hijos de los sucesores), sembrando de reinos la cuenca del Mediterráneo: Casandro en Macedonia (unos 6 años menor que Alejandro), Lisímaco en Tracia (unos cuatro años mayor que Alejandro), Seleuco en Babilonia y Siria (dos años mayor que Alejandro), Ptolomeo (unos nueve años mayor que Alejandro) en Egipto, en fin. Esa generación de jóvenes conquistó el mundo conocido antes de los treinta, dominando a las ciudades griegas y arrasando imperios antiguos como el persa. Después, fundarían un nuevo orden mundial entre los treinta y los cuarenta años. Ese orden subsistiría por siglos hasta la aparición del dominio romano.
Otro ejemplo notable es el puñado de jóvenes que encabezó la revolución cubana, bajo el liderazgo de Fidel Castro. Esos jóvenes fueron, en general, los que primero asaltaron al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 y después de su arresto y deportación a México, regresarían a seguir la lucha en una desesperada expedición desde las costas del río Tuxpan a bordo de la pequeña embarcación llamada Granma. Allí aparecen Ernesto “el Che” Guevara, Raúl Castro, Camilo Cienfuegos, Juan Almeida, Ramiro Valdés y otros más. Sabemos que el triunfo de la revolución cubana ocurre en 1959 y ellos nacieron en 1926 (Fidel), 1927 (Almeida), 1931 (Raúl), 1928 (Guevara), 1932 (Valdés) y 1932 (Camilo), así que el más veterano tendría 33 años y los más jóvenes apenas 27. Es casi un fenómeno de la toma del poder que se prolongó por décadas y que subsiste hasta nuestros días. Algunos ya murieron, por causas naturales o no, pero los que quedan se mantienen en el ejercicio del mando.
Después de todo, si bien es extraño, no es imposible que un puñado de jóvenes tomen al cielo por asalto y hagan realidad sus sueños de poder.
El día que murió Colosio yo regresaba de algunas reuniones con representantes de organizaciones juveniles en Mexicali, Baja California. Esos jóvenes se reunirían en algún momento con el candidato. Había regresado a la Ciudad de México para ayudar a organizar un evento posterior, en otra entidad de la República. En Querétaro, según recuerdo. Yo tenía un doble trabajo en esos momentos: era asesor en el Comité Ejecutivo Nacional (CEN) del PRI, encabezado por Fernando Ortiz Arana y presidía por ese periodo el llamado “Parlamento de la Juventud México XXI” del propio PRI.
Ese parlamento era un experimento feliz para capacitar a los jóvenes en técnicas parlamentarias, lo que incluía debates, organización por comisiones y procesos camerales. Hasta se había colocado un mural con personalidades históricas en letras doradas, propuestas por cada “grupo parlamentario”. Fue creado durante la presidencia de Genaro Borrego Estrada, pero impulsado por el propio Colosio durante su paso por la secretaria de Desarrollo Social del gobierno federal. Cabe recordar aquí una característica esencial de Colosio: su militancia partidista abierta y su experiencia legislativa, que lo hacían distinto de los funcionarios de moda e incluso de los últimos dos presidentes de la República, cuyas carreras eran técnicas y administrativas.
Por la tarde, mientras trabajaba en mi oficina del edificio central del PRI, recibí una llamada telefónica de una dirigente juvenil de Baja California, Ana Karina Vildósola. Sollozos. Entendí entre sus palabras entrecortadas que alguien le había dado un “palazo” a Colosio. Intenté tranquilizarla, pero la comunicación era muy deficiente. Después de que colgué seguí pensando que el candidato había recibido un golpe con un palo. No parecía algo muy grave. Poco tiempo después me daría cuenta de mi error.
El resto de la tarde fue un ir y venir de versiones aterradoras. El país estaba angustiado, pero el partido más: parecía que nos enfrentábamos a un escenario impensable y por tanto incalculable, como si nos asomáramos a un abismo. Era además la cereza del pastel, pues todo parecía resquebrajarse: el modelo impulsado por el presidente Salinas se desmoronaba (nunca se desmoronó por completo, pero eso parecía por esos días), había resurgido la guerrilla, el candidato estaba en baja forma frente al electorado y su campaña “no prendía”. Mientras tanto, Manuel Camacho seguía “robando cámara” con sus tareas de intermediación en Chiapas. Lo único a favor que había ocurrido unos días antes fue el famoso discurso de Colosio, que parecía oscilar entre la necesidad de continuidad y la de grandes ajustes. Un discurso que le había dado una nueva proyección, como si su campaña se hubiera relanzado.
Las versiones del destino de Colosio se reproducían sin medida, como suele ocurrir. Era el momento de las conjeturas. Algunos decían que ya había muerto, otros que sólo estaba herido, otros más que estaban tratando de salvarlo y muchos insistían que pronto se recobraría y emprendería de nuevo la campaña. Alguien comentó, sin saber mucho del asunto, que el balazo en la cabeza era sólo un rozón y que el único impacto grave era en el estómago. Es algo muy repetido: todos dicen lo que creen saber. Además, en los momentos críticos siempre sale alguien con una versión rebuscada de las cosas. Recuerdo que en una de las conversaciones informales en que participé ese día, muchas de ellas con personas que poco conocía, se dijo que el atentado era lo mejor que le podía pasar a la campaña, pues la sociedad se volcaría a respaldar con simpatía a un candidato herido. Tonterías del momento.
Me gustaría recordar con más detalle la agitada agenda del día, pero sólo llegan a mi memoria ecos de esas conversaciones, como si fuera un borboteo o un zumbido de cientos de insectos. Algo de lo que hice con sentido práctico fue recibir y hacer decenas de llamadas, pues muchos dirigentes juveniles del país se comunicaban conmigo para saber los pormenores del caso o para enterarse de algo más. Suponían que yo tendría más información, pero la verdad era que sólo disponía de una cercanía física con el edificio y algunos de sus actores, pero nada más. Sabía tanto o tan poco como el joven priísta situado en el último rincón del país. También me llamaron mi padre y mi madre. Insistían en que me regresara a Colima de inmediato. Mi papá decía que estuviera atento, pues en esas oficinas también podrían llegar las balaceras. En fin.
Lo cierto es que, en algún momento y ya tarde, era de los pocos asesores en mi lugar y con mi computadora prendida. Fue cuando entraron a mi oficina (una oficina que compartía con otro compañero asesor, mi amigo Abel Rivera), tres personajes: Samuel Palma y Cesáreo Morales, que eran asesores de Colosio, y mi superior directo, Mario Alberto Navarro, que tenía la función de coordinador administrativo del CEN del PRI. Me dijeron que me pusiera a escribir y ellos dictarían. Así lo hice. Fue el borrador de la famosa carta donde el partido hizo su primer posicionamiento en torno al deceso de su candidato presidencial. Fue en ese momento que supe que Colosio había muerto.
Un poco después recuerdo encontrarme frente a una televisión prendida en la oficina de la coordinación administrativa. Jacobo Zabludovsky presionaba a Talina Fernández para que averiguara qué pasaba con el candidato herido. En algún momento interrumpió la información para leer un boletín de la Presidencia, donde se confirmaba la muerte de Colosio. Yo me enteré unos minutos antes, por si eso sirve de algo. Después de algún rato las televisoras enmudecieron y cerraron transmisiones. Era el Estado, esa fuerza impersonal pero viva, ordenando las cosas y reagrupándose.
Yo intentaba mantenerme en un nivel de profesionalismo adecuado, a pesar de que por dentro estaba descorazonado y lastimado. Me sentía relativamente cercano a Colosio y suponía que tendría algún futuro en su gobierno, por razones que otro día explicaré. Me sentía también confundido: a mis 25 años yo creía vivir en un país distinto y ahora todo se estaba diluyendo entre mis dedos. Cuando llegué a trabajar a las oficinas nacionales del PRI creí estar ingresando a las grandes ligas, como si fuera un sueño hecho realidad. Nunca imaginé que ese sueño se volvería una pesadilla. Era como si hubiera asistido al teatro a disfrutar una obra que se volvió absurda a media función.
Muy noche, Mario Alberto Navarro, el coordinador que era mi superior directo, me dijo: “Vámonos a Los Pinos”. Fui a una reunión previa, donde se nos indicó que el presidente Carlos Salinas de Gortari recibiría a una comisión especial de dirigentes nacionales de los sectores y organizaciones del PRI. Yo tenía la calidad de dirigente nacional en ese momento, así como de miembro del consejo político, así que me subieron al camión apropiado y cuando menos esperé ya estaba ingresando a la residencia oficial de Los Pinos. Era la segunda vez que llegaba a ese lugar, que hasta hace poco fue la sede del poder en México. La primera vez fue en 1987, cuando el presidente Miguel de la Madrid me entregó la mención honorífica del Premio Nacional de la Juventud.
Al llegar pasé por un filtro especial, establecido por personal de confianza del PRI para evitar a los “colados”. El secretario particular del presidente del PRI, de nombre Aquiles, me impidió el paso diciendo: “Rubén, asesores no”. Atrás de mí el coordinador administrativo dijo: “Rubén no viene como asesor, sino como dirigente nacional de los jóvenes”. Fue un gesto que siempre agradeceré, pues me permitió acercarme un poco a la historia. Entonces me dejaron pasar. Caminamos a uno de los salones de Los Pinos, entre guardias del Estado Mayor. Al entrar al salón nos saludó a todos de mano José María (Joseph Marie) Córdoba Montoya, una figura controvertida que fue muy importante en aquella época y que después se perdió de vista para la opinión pública. A todos les llamó por su nombre, pues allí estaban presentes algunos de los dirigentes formales más importantes del momento: dirigentes de organismos obreros, campesinos y populares, así como algunos senadores y diputados federales. Eran unos veinte o treinta personajes. Creo que al único que Córdoba no saludó por su nombre fue a mí, lo que era lógico pues no me conocía.
Salió el presidente Salinas. Nos saludó a todos de mano. Se veía tenso, pero en dominio de sí mismo. Recuerdo una respiración un tanto agitada atrás de mí. El presidente Salinas miró hacia donde yo estaba. Para él yo era como de cristal: estaba viendo a través de mí. Entonces dijo: “don Emilio, pase aquí al frente por favor”. Se refería a Emilio M. González, el representante del Senado de la República. Después, sin sentarse, el presidente dijo un breve mensaje. Señaló que había pasado algo terrible pero que el PRI se reorganizaría. Que todos deberían coadyuvar a tranquilizar a la sociedad. Que era un momento de duelo. Recuerdo con mucha claridad las palabras finales, que citaré literalmente: “si a ustedes le duele esto, a mi me duele más”. Al decir esas palabras se le quebró la voz un poco, como si algo le oprimiera la garganta. Me sentí extraño al estar allí, como si ese momento no me correspondiera.
Salimos de Los Pinos. Muchos priístas aguardaban afuera. Eran todos los que no habían logrado entrar a la reunión. Todos nos preguntaban qué había dicho el presidente y tratábamos de responder de la mejor manera. Recuerdo que saludé por allí al hoy Secretario General de Gobierno, Arnoldo Ochoa, y platiqué con él por unos momentos. También quería saber lo que pasaba por la cabeza presidencial. Para mí era grato ver a un colimense en ese desenfreno de rostros y voces de otros mundos.
Regresamos a la sede el PRI en Insurgentes Norte. Era muy tarde, tanto como para no ir hasta el departamento donde vivía en el sur de la Ciudad de México, así que decidí quedarme por allí hasta el amanecer. Encontré a un grupo de jóvenes del Parlamento, entre ellos Alfredo Cordero, que era el secretario técnico de esa organización. No sabíamos qué hacer y los temas de charla se agotaban entre tantas suposiciones. Se me ocurrió, para tener las manos ocupadas, tomar las fotografías que abundaban de Colosio en las oficinas y montar una exposición en el largo pasillo de la planta baja del llamado Edificio II, el más moderno del complejo donde se ubica el comité nacional. La idea era dejar todo listo para que los asistentes a las honras fúnebres del día siguiente, que ya se habían comentado, disfrutaran imágenes variadas de Colosio.
Todos estuvieron de acuerdo con la idea. Entonces recorrimos las oficinas y descolgamos de donde pudimos las fotografías de Colosio. Eran fotos variadas: Colosio en ropa deportiva, Colosio saludando niños, Colosio con campesinos, Colosio pronunciando un discurso, Colosio como presidente del PRI, Colosio como diputado federal. Comenzamos a reacomodar los cuadros con apoyo de un parlamentario que parecía habilidoso para colocar clavos y disponer las cosas con cierto orden. La exposición quedó magnífica. Ahora que lo pienso, quizás era un aviso del destino que lo mío no eran las actividades políticas y legislativas, sino las culturales. Debí haberlo imaginado.
Un detalle chusco: un burócrata del PRI se mostró indignado cuando le pedimos una de las fotos de su oficina en préstamo para la exposición. Nos acusó de traidores, casi a gritos. Dijo que apenas moría el candidato y ya queríamos sustituirlo. Tomó los cuadros y se fue corriendo con ellos al estacionamiento, hacia su coche, como si estuviera rescatándolos del desastre. Nunca quiso escuchar razones.
Otro detalle: un reportero de una importante revista nacional llegó a entrevistarnos. Quería que le confesáramos que alguien nos había instruido a descolgar los cuadros para relevar al candidato muerto. Le explicamos hasta la saciedad que eran para una exposición. El decía que sí, pero luego se acercaba conmigo y susurraba: “dime la verdad: ¿es una instrucción de Ortiz Arana? No le diré a nadie”. Era desesperante. Daban ganas hasta de golpearlo por su necedad.
Al final se fue con su versión, sin esperar a ver la exposición terminada, y dos días después publicó una imagen de uno de los jóvenes parlamentarios descolgando un cuadro de Colosio, con el pie de foto: “a cambiar candidato”. Cada uno ve lo que quiere ver, sin importar cuál sea la verdad. Desde entonces no le creo mucho a las notas sensacionalistas: tienen algo de intención personal y poco de veracidad de los hechos. Es como si alguien tuviera una idea previa y quisiera que la realidad se amoldara a ella. Ocurre tantas veces.
Al día siguiente fue el homenaje de Colosio. No fui a mi casa. Renté una habitación en un hotel situado frente a las oficinas del PRI y me bañé allí. El homenaje de cuerpo presente no fue en el edificio II, sino en el auditorio Plutarco Elías Calles, así que la exposición que montamos toda la noche no fue vista por las multitudes. Llegó la clase política de todo el país para honrar al candidato fallecido. Frente a su féretro desfilaron los expresidentes. Echeverría, fiel a su estilo, soltó el grito de “Arriba y adelante”, su viejo lema de campaña. El que más aplausos generó fue Miguel de la Madrid, que no dijo nada. Su calma y su rostro aquilino sirvieron de soporte al ánimo colectivo. También fue muy aplaudida Rigoberta Menchú. Yo fui a saludar a la señora Diana Laura, esposa de Colosio, de tan trágico destino también. Me saludó con mucho afecto, aunque no me conocía. Era una mujer bella, cálida y fina.
Pasaron muchas cosas después. Yo estaba en la propuesta de la lista plurinominal para diputado federal por la quinta circunscripción, como candidato propietario. Después hubo cambios en la dirigencia nacional del PRI y todo el escenario se modificó. Terminé de suplente en la quinta posición, pero eso es otra historia.
Algunos años después regresé a trabajar al CEN del PRI, como asesor otra vez. Toda una experiencia también, que algún día relataré. Aquí lo importante es que cuando llegué a mi trabajo, el primer día, me di cuenta de que la exposición aún estaba allí.
(Texto leído en el foro organizado por la Fundación Colosio, filial Colima, en marzo de 2019)
Dicen que escuchemos nuestra voz interior. Lo dice el apasionado de los estudios gnósticos, el entusiasta de las filosofías orientales, el gurú de alguna extraña fraternidad y el promotor del naturismo, sin olvidar a los bobalicones esotéricos y los supuestos expertos en metafísica que nos rodean. Ya saben: abunda la gente que da ese tipo de consejos sin saber de lo que habla.
El problema es que cuando uno se sumerge en el pozo de la identidad no brota una voz, sino muchas. Allá en lo profundo habita un concierto. Mejor dicho: un barullo de voces y sonidos, como si nos poblase una selva de palabras y como si cada neurona, entre millones, articulara alguna posibilidad de alcanzar la relevancia o intentara dominar el vocerío.
Dicen los que dicen saber (aunque yo digo que no saben nada), que detrás de esa maraña de voces de variado calibre existe una grave y profunda, la verdadera voz interior, que sólo responde a los osados. Entonces debemos insistir, hasta que los sonidos dejen abierta una brecha silenciosa por donde pueda transitar el entendimiento.
El otro día lo intenté (después de todo en la vida hay que intentar las cosas) y me sumergí en la nube de sonidos intentando llegar a lo distante. Debí ignorar el tumulto, la maraña de tonos y de timbres, el ronroneo, los susurros y murmullos, hasta que todo quedó en silencio. No escuchaba ni mis pasos por una suave y oscura vereda, hasta que sentí llegar a lo profundo. Entonces brotó una voz cavernosa y comprendí que era la voz interior de la que tantos mercachifles hablan. La voz dijo con dicción perfecta:
“Déjame en paz y sigue en lo tuyo”
Así lo hice. Me regresé a mi mundo, atravesando todas las barreras repletas de sonido, toda la selva, la maraña, la red, el ensordecedor alboroto, la agobiante agitación de las palabras, hasta ser dueño de mi otra vez.
No volveré a intentar hacerla de Kalimán, lo juro y al que me salga con ese tipo de consejos le daré unos sopapos.
Ayer terminé de ver la segunda temporada de la serie Aquarius, en Netflix, que por cierto será la última, quedando la historia inconclusa. Es una sobria pero eficaz recreación de la época de la confusión, esos años locos de las drogas (la marihuana de siempre, pero también el LSD, los hongos y otras barbaridades), las comunas hippies y los movimientos contraculturales, las doctrinas new age, la violencia política, la primera gran etapa del terrorismo, la guerra de Vietnam, los asesinatos políticos y los magnicidios. En fin, una época tan interesante como aterradora.
Fue también la época de uno de los asesinos seriales más siniestros de la historia: Charles Manson. Este personaje en realidad es muchos en uno, todos alucinantes: delincuente juvenil en sus inicios, presidiario casi siempre, líder carismático, sacerdote de su propio culto, gurú de almas extraviadas, músico y compositor aficionado, psicópata con una aguda tendencia a la violencia y, por supuesto, un asesino. Solía reunir a jóvenes de ambos sexos a su alrededor, en comunas donde el amor libre, el delito, la depredación, el consumo de drogas y un extraño adoctrinamiento eran el modo de vida. Una de éstas camadas de adictos a su liderazgo recibió el nombre, tristemente célebre, de “La Familia Manson”. Su capacidad de influencia en los demás era notable, como resultado de su talento natural y de una demencia contagiosa. Fue el autor intelectual de una serie de crímenes bastante notables en la época, como el asesinato de la hermosa Sharon Tate, esposa del cineasta Roman Polansky, en el último mes de su embarazo.
La serie en cuestión explora la evolución de este tétrico personaje y los afanes de un policía ficticio, pero prototípico de su momento, Sam Hodiak (interpretado por David Duchovny). Los caminos de ambos personajes se encuentran durante la serie. Incluso, en uno de sus capítulos, Manson (interpretado por Gethin Anthony), inspira al policía, también aficionado a la música, a tocar juntos algunas baladas en su departamento. La escena es tan alucinante como la época. Imaginemos a un hombre normal, tocando una canción a dúo con uno de los asesinos seriales más inquietantes de la historia. Frente a frente con el mal, a solas, tocando una canción. Algo que no parece una experiencia digna de ser vivida.
Lo peor es que no todo es ficción. Hubo algunos que vivieron esa experiencia. Por ejemplo, el músico Dennis Wilson, fundador de la famosa banda The Beach Boys, fue durante algún tiempo el productor y mecenas de Charles Manson e incluso le ayudó a componer y grabar algunos temas. El impacto de esa presencia en su vida, tan surcada por los abismos, debió ser decisiva para su dramático desenlace, pues después de los crímenes de la Familia Manson (a los que fue ajeno), Dennis Wilson llevó una vida terrible, casi nómada, atrapado en la dependencia del alcohol y las drogas, hasta que murió ahogado en las playas de Marina del Rey, en Los Ángeles.
El mal lo había tocado y no logró deshacerse de la pesadilla. Debemos tener la sabiduría para evitar mirar tanto tiempo el abismo, pues (lo dijo Nietzsche), el abismo también nos mira a nosotros.