Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Una caminata al atardecer, con dos maestros

Fecha: 1 de febrero de 2019 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

En septiembre de 2016 asistí a un homenaje al maestro Ismael Aguayo Figueroa en el Archivo Histórico de la Universidad de Colima. Por motivos laborales llegué un poco tarde, pero a tiempo para escuchar los últimos minutos de las intervenciones en su memoria. Uno de los expositores fue el maestro Guillermo Ruelas Ocampo. Tuve la fortuna de ser alumno de ambos maestros. Los dos son parte ya de la historia educativa de Colima. Sus clases eran deliciosas y salpicadas de una profunda cultura general: a la menor provocación deambulaban por la literatura, la reflexión política o la historia, más allá de la materia concreta que impartían en el momento. Los grandes maestros son así, no sólo transmiten información o cumplen con un programa: inspiran, deleitan con la palabra e invitan a pensar la vida de otra manera.

Cuando concluyó el evento y siguió el brindis, distinguí al maestro Guillermo Ruelas caminando hacia la salida. Me apresuré para acompañarlo, pensando que iría hacia su vehículo. Me dijo que no, pues ya se había cambiado de casa. Fue durante muchos años vecino del barrio de la Sangre de Cristo, uno de los más antiguos de Colima. De hecho, en los últimos años había encabezado un notable esfuerzo por la recuperación de la famosa pila situada al frente de la iglesia, uno de los pocos referentes de la vida colonial colimense. Para el maestro recuperar esa pila era un asunto de la mayor importancia. Fue el bebedero de los arrieros y viajantes que durante siglos llegaron a Colima por el Camino Real. Por allí cruzaron millones de pasos de seres humanos y de bestias de carga, pero también carruajes, como el que trajo por estos rumbos a Benito Juárez, cuando escapaba de las armas homicidas de conservadores e intervencionistas. En su momento, el maestro logró la atención de las más diversas instituciones hacia la citada fuente ―y yo, orgullosamente, contribuí con algo en ese esfuerzo― hasta lograr su salvaguarda. Amaba al barrio de La Sangre de Cristo, donde nació y donde habitó la mayor parte de su vida, pero me confió que el barrio ya no era el mismo, que ya no tenía vecinos, sólo comercios, así que había decidido cambiar de casa. Eligió para ello los alrededores del Parque Hidalgo, otro de los viejos rumbos colimenses. Para el maestro había sido una elección lógica, pues no se sentía cómodo en la zona norte de la ciudad, más moderna y un tanto distinta al Colima de siempre. El maestro era un colimense de hueso colorado, del viejo Colima donde la ciudad era parte de la vida, como si se habitara en el regazo de la madre. Me confió, también, que había elegido el rumbo del Parque Hidalgo por la vecindad con algunos antiguos amigos, como el propio Ismael Aguayo. Le dije que para mí sus vidas tenían algo de paralelas, en la tradición de Plutarco: estudiaron derecho en la primera generación de la Universidad de Colima y después fueron allí maestros y directivos. Ambos eran estudiosos de la historia local, en especial de la historia jurídica. Ambos eran aficionados a las letras y poseían una cultura enciclopédica. Ambos fueron, además, funcionarios en diversas instituciones de la entidad y mantenían una sincera militancia en el mismo partido político. En efecto, el maestro Ismael fue presidente del comité directivo estatal del PRI en dos ocasiones y el maestro Guillermo fue presidente de la Comisión de Justicia Partidaria. En fin, vidas paralelas. El maestro estuvo de acuerdo. Me confió también que fue uno de sus grandes amigos, junto con Ernesto Terríquez. Debieron serlo, le dije, sobre todo por la oportunidad del diálogo inteligente en una época donde la población con aficiones culturales era un tanto más reducida que la actual. Me dijo que en realidad la población con afición cultural siempre es reducida. “No creas que eso ha cambiado mucho”, añadió y soltó una de sus sabrosas risas que parecían cargadas de ironía.

La caminata al atardecer fluyó entonces hacia el significado del Parque Hidalgo. Le dije al maestro que había leído en la autobiografía de Daniel Cosío Villegas que, en este parque, entonces una hermosa avenida que comunicaba a la estación del sur con el centro de Colima (prolongándose en una línea recta que llegaba hasta el Jardín Núñez y desembocando en lo que hoy llamamos el Palacio Federal), habían formado a las niñas y niños de la época para recibir al general Porfirio Díaz, presidente de México, cuando inauguró el ferrocarril. Entre esos niños estaba el propio Daniel Cosío, que vivió su infancia en nuestra ciudad. Me dijo que había leído la anécdota y que incluso era jocosa, pues el presidente se había tardado tanto en llegar que los niños ya estaban sudados, sucios, molestos y con las banderitas ajadas cuando por fin pasó por aquí el general en desfile triunfal. En efecto. Casi al final, me comentó que la historia del Parque Hidalgo todavía está por escribirse. Lástima que ya no está Ismael, añadió, porque le habría parecido un buen proyecto y además era un conocedor de cada rincón de la historia de este parque.

Llegamos a la esquina de su casa. Platicamos unos minutos más, no recuerdo de qué tema y me despedí de él con el afecto de siempre. Cuando regresé por el Parque Hidalgo, ya de noche, me propuse escribir algún día sus historias y me fui a buscar mi propio camino hacia el hogar. Ya no está por aquí el maestro Ismael Aguayo Figueroa, ni el maestro Guillermo Ruelas Ocampo, pero creo que ambos siguen caminando conmigo por estos atardeceres.

 

 

Labios prensiles

Fecha: 11 de diciembre de 2018 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Le recordé a mi amigo, en plena ebullición de la charla, una frase bastante conocida de Bukowski: «encuentra lo que amas y deja que te mate». Para mí es una frase con razón. A veces deambulamos sin sentido, como animales salvajes tras la cadena correcta. Cuando la encontramos nos dejamos maniatar hasta quedar exangües y sin voluntad. Después comenzamos a morir. Pero a veces tenemos suerte y la cadena se debilita, pierde resistencia y se desmorona. Entonces volvemos a la libertad, aunque un poco de nuestra carne se perdió en aquellos lances. No importa. Peores cosas se pierden entre los matorrales de la vida. Una día atravesaba unos y descubrí mi carne hecha jirones. «Ya me crecerá más piel», me dije. Era cierto. Me quedan algunas cicatrices, pero la piel volvió a cubrir las rendijas. Es una piel poco atractiva, rosácea y mal trazada, pero es piel y eso cuenta. Platicaba de esto con mi amigo cuando me interrumpió para decirme que la metáfora del animal salvaje le parecía desagradable. Como quería impresionarlo con mi bamboleo verbal, intenté la misma idea con otro enfoque. Le dije, entonces, que en realidad somos unos monos tras la rama propicia. La idea pareció más de su gusto, según me dijo, pues a final de cuentas somos primates y no hace muchos nos columpiamos con deleite por los árboles. Entonces seguí: nos la pasamos buscando esa rama a la cual agarrarnos para sentirnos con cierto propósito y cuando la encontramos nos solazamos en ella, aunque sea una rama ingrata, pues no todas las ramas valen la pena. En efecto, algunas ramas son quebradizas y nos abandonan en el vacío. Otras son rugosas y afiladas, por lo que sostenerse allí implica un sacrificio. Otras más parecen idóneas para nuestro agarre, pero son tramposas, pues nos brindan una sensación de comodidad que puede anclarnos allí, hasta hacernos olvidar la exploración de otros árboles, quizás más cómodos y seguros. En fin. La plática se desvío y siguió por los vericuetos de la prensilidad, es decir, la adaptación de órganos o apéndices para agarrar o sujetar. Mi amigo me dijo que no sólo son prensiles las manos, los pies y las colas en la naturaleza, sino también los labios. Eso no lo sabía. Me aclaró que eso ocurre entre los caballos, los orangutanes y los rinocerontes. «Labios prensiles», pensé. Fascinante. Entonces recordé unos labios que me aprehendieron una vez. Unos labios dúctiles que parecían aferrarse a mi ánimo y dejarme untado en ellos. Debe ser cierto. Entonces me desentendí de la plática y me quedé recordando esos labios tan parecidos a las cadenas o las ramas, hasta que se me olvidó todo lo que estaba diciendo.

La cámara del bullicio.

Fecha: 29 de octubre de 2018 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Vi un anuncio de una cabina llamada «teletransporter». A primera vista un gran invento. Se ubican en los bares ruidosos, para que los juerguistas puedan refugiarse y responder tranquilamente el celular. Ya se sabe: pueden llamar las parejas celosas que no permiten que los pobres hombres se desenreden un poco. Una vez adentro de la cabina, el mortificado sujeto puede elegir ruidos de ambiente distinto: la calle mientras se pasea al perro, la oficina trasnochadora, el cine, un poco de música suave como si se manejara de regreso al hogar, en fin. Insisto: un gran invento, pero no para mí. Nunca fui afecto a las borracheras estruendosas y cuando las seguí, hace años, estaba muy joven y ni pareja tenía, así que nunca viví tales angustias. Sin embargo, hoy solicitaría una para mi habitación, pero con algunos cambios significativos. Por ejemplo, esta cabina debería tener la opción de ruidos estruendosos, como de una gran fiesta. Así, cuando alguien me llamara los viernes por la noche podría meterme allí y pondría sonidos de alegría y sano desparpajo. Así, quien me llamara, supondría que a mis cincuenta añitos poseo una intensa vida social y que no desaprovecho los viernes para desarticularme en una alegre parranda. Incluso colocaría algunas risas femeninas, como si tuviera a un buen número de gráciles muchachas riendo con mis ocurrencias. Al colgar, volvería a mi escritorio y seguiría leyendo o volvería a subir el volumen de mi lap mientras disfruto alguna película. Suena muy bien. Creo que pediré una.

Mi «tú» desencantado

Fecha: 4 de septiembre de 2018 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Llegué al bar a las once de la noche. Una mujer de rostro grato, pero ansioso, me siguió con los ojos mientras entraba y elegía una silla de la barra. Pedí una bebida. Ella siguió mirándome. Me hice el desentendido. Cuando pedí la segunda bebida miré de reojo que se levantaba de su lugar y se acercaba. Me hice el disimulado. No tenía ánimos de platicar con nadie, menos con una mujer solitaria que gusta de arrinconarse en un bar. Se paró a mi lado y tuve que voltear. Nada mal, pero un tanto desenfadada en su vestir para mi gusto. Me miró un rato en silencio y luego dijo: “Eres tú”. No dije nada. Me siguió mirando. Me hice el sorprendido por un buen rato. Después preguntó: “¿Eres tú, verdad?”. Le dije que todos somos “tú” algunas veces, pero que en ese rato no sabía si yo era el “tú” que ella recordaba o sólo un “tú” entre tantos de los que coinciden por el mundo. Siguió mirándome. La noté un poco sorprendida con mi voz. Yo no sabía qué hacer, así que me hice el desinteresado. Después de una larga pausa dijo: “No, no eres tú. Hablas distinto”. Se dio la vuelta y volvió a sentarse lejos, en el lado oscuro de ese bar a punto de la soledad. Volví a mirarme en el espejo de la barra. Pedí otra copa. Durante un buen rato seguí mirándome y de seguro ella también lo hacía, pero me hice el distraído, hasta que noté de reojo que la figura femenina se levantaba y salía del bar, dejándolo más solo que como estaba. Suspiré. Debo ser parecido a algún “tú” que deja bastante zarandeadas a las mujeres solitarias de este bar. Ya no sabía qué decirme frente al espejo de la barra ni qué actitud tomar, así que le pregunté al cantinero —bueno, al barman— si conocía a la mujer que había salido. Me respondió que sí, que siempre pide una cerveza y se queda tranquila, hasta que llega alguien. Entonces se levanta, lo aborda y le pregunta lo mismo: “¿Eres tú, verdad?”. Si tiene suerte ese alguien se pone a platicar por un buen rato, si no se hace la ofendida y se va, para regresar al día siguiente. Me sentí confundido. Para hacerme el indiferente pedí otra bebida. Volví a mirarme en el espejo de la barra. Mi “tú” se sentía muy poco importante, muy devaluado. Sólo era un “tú” entre tantos que deambulan por el bar y apenas un pretexto para conversar. Quizás mi “tú” no se parece a nadie en especial y hasta es posible que ese “tú” original no exista. Sólo es un pretexto para eludir la soledad. Mi “tú” se sintió desdichado, pero me hice el digno y pedí otra bebida.

El cazador de remolinos

Fecha: 27 de agosto de 2018 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Cuando niño frecuentaba muchos ranchos colimenses y del sur de Jalisco, por razones que ya expliqué alguna vez. En uno de ellos, de amplios potreros a punto de la siembra, se formaban pequeños remolinos por el peculiar cruce de los vientos. Eran remolinos de polvo y hojarasca, pues la tierra era de temporal, una tierra que se mantenía seca y crujiente hasta la estación de las lluvias.

Yo anhelaba integrarme a uno de esos remolinos, colocarme en su centro para sentir su áspera rotación y ser transportado hasta llegar a un camino amarillo, como en el cuento del Mago de Oz. Pero cazar remolinos era muy difícil. No sabía cuándo se formarían y surgían caprichosamente, lejos de donde yo me encontraba. Cuando veía uno corría a su encuentro, pero al llegar ya se había disipado, volviéndose viento común mientras el polvo se dispersaba y regresaba al suelo. Eso sucedió durante mucho tiempo. Cada vez que llegaba a ese rancho me dedicaba a perseguir remolinos y siempre fracasaba en el intento, mientras mi padre me vigilaba a la distancia.

Llegaron las lluvias y se acabaron las correrías, pues ya no me permitieron deambular a solas por el campo abierto. Duré meses añorando esos bellos remolinos que dibujaba en mis cuadernos. Varias noches soñé con ellos. Aún dormido ansiaba montarme en uno que pudiera transportarme como si fuera una alfombra mágica.

Un buen día volví a ese rancho, pero estaba lleno de milpa y los remolinos quedaron más lejos de mi alcance. Veía las plantas agitarse y, de vez en cuando, surgía alguno que embestía con garbo, sacudiendo y desgranando las mazorcas, pero era más común verlos ahogarse por obra del tupido follaje. Debieron pasar otros meses hasta que se alejaron las lluvias y volvieron los remolinos menos tímidos, los de polvo y hojarasca. Entonces volví a perseguirlos obsesivo.

En mi terca cacería llegué a pensar que los remolinos tenían conciencia y se permitían travesuras. Jugaban conmigo, evitándome y apareciendo cuando estaba lejos. Entonces aprendí a mirarlos de soslayo, como si no me interesaran, para correr de inmediato cuando sentía que estaban por aparecer. Con esa técnica logré algunos avances: me acercaba un poco más, pero aún no lograba sorprenderlos del todo.

Con un poco de esfuerzo me volví un experto en anticiparlos: intuía cuando el polvo se movía de cierta forma hasta que se formaba un pequeño torbellino, apenas insinuado, que con suerte se consolidaba y crecía hasta alcanzar unos cuantos metros, lo que para mí era inmensidad.

Una tarde por fin lo logré: descubrí un pequeño movimiento familiar entre el polvo y las hojas secas, me sitúe en su centro y de repente sentí el remolino a mi alrededor. El mundo se sacudió y giró. Las corrientes de aire me rodearon y danzaron pegadas a mi cuerpo. No pude abrir los ojos, pues el polvo me lastimaba, pero la sensación fue placentera e inolvidable.

Por unos segundos hasta imaginé que el remolino me llevaba como en los sueños y casi me sentí volar, aunque en realidad nunca me moví del suelo.

Cuando el movimiento cesó, abrí los ojos y vi a mi padre riéndose de lejos. Había sido testigo de mi éxito y lo celebraba. Por fin había atrapado a un remolino.

Esa noche llegué muy emocionado a mi casa y le conté todo a mi madre, que me revisó con cuidado hasta descubrir decenas de pequeñas hojas, ramitas y tierra bajo mi ropa. Mi cabello era una maraña. Tuve que tomar un baño antes de acostarme.

Cuando me dormía pensé que el remolino se había quedado conmigo. Sentí su respiración a mi alrededor y sospeché que se ocultaba bajo mi cama, sacudiendo el colchón y empujándome al techo.

En algún momento sentí que se agitaban las cortinas de mi habitación, a pesar de que la ventana estaba cerrada. Es posible.

Aún siento ese remolino a pesar de los años. Quizás por eso mi espíritu nunca se queda quieto y sigue revoloteando la hojarasca a mi alrededor.