Estoy con mi padre viendo llover, pero no sólo vemos la lluvia. Allá al fondo, bajo las líneas del agua, unas figuras se afanan en el potrero. Están juntando piedras con las manos y las arrojan a unas camionetas blancas. Es una tarea dura: “despiedre” le dicen. El propósito es quitar todo estorbo para que después entre la maquinaria a rasguñar la tierra y trazar los surcos. Después llegará la siembra. Esa lluvia fue repentina e inesperada. Un poco antes de lo debido. Mi padre toma café y fuma. Estamos bajo un largo cobertizo o “era” (ese lugar donde se guardan los implementos y se pone a reposar la semilla), un sólido resguardo con techo de lámina, donde el aguacero multiplica su intensidad con un eco metálico. Adentro el sonido es atronador, pero estamos secos. Afuera las figuras deambulan empapadas, soportando el latigazo líquido. Escucho la profunda voz de mi padre, que no parece importunarle el resto de los sonidos:
―Nada más que pase la lluvia nos vamos.
―Sí, cuando digas ―Le respondo.
Miro alrededor. El cobertizo es muy largo y está lleno de una maquinaria que parece gigantesca para mi tamaño: tractores con arado de discos, desgranadoras, cosechadoras, abonadoras, segadoras… Nombres que dicen muy poco y dejan mucho a la imaginación. Algunos de los tractores son verdes y amarillos, con un escudo donde aparece el dibujo de un ciervo saltando. Dicen John Deere. Le pregunto a mi padre si John Deere es brasileño.
―No ―me dice― Los John Deere son norteamericanos. John Deere era un inventor del siglo pasado que fabricó arados de acero, ideales para penetrar la arcilla. Fundó esa compañía que lleva su nombre.
―Es que tienen los colores de la bandera de Brasil ―Le digo.
―Es casualidad ―Responde, mientras sigue bebiendo su café.
El dueño del rancho contrató a mi padre para revisar toda la maquinaria y dejarla a punto para la siembra. Me padre me llevó a verlo trabajar. Le gustaba mucho que lo acompañara y viera lo que hacía. Me mostraba toda la maquinaria por fuera y por dentro. Hasta me permitía ayudarlo un poco. Era extraño ver esas máquinas sin su caparazón, con los aceitosos intestinos expuestos, mientras mi padre hacía algo con todas las partes, revisándolas y ajustándolas, cambiando piezas o limpiándolas, apretando aquí y aflojando allá, encendiendo y apagando. Escuchaba cada motor hasta que quedaba con un ronroneo suave: “como sedita”, según decía. Tenía la ilusión que eso me gustaría algún día tanto como a él. Suena a trabajo duro, pero en realidad no lo hacía todo él. Más bien parecía dirigir las operaciones y ni siquiera se ensuciaba mucho. Muchas manos estaban listas para ayudarlo. Las mismas manos que ahora recogían piedras entre la lluvia.
Mi padre trataba a los trabajadores que lo rodeaban con un desparpajo lleno de afecto, como si fueran sus amigos desde hace mucho tiempo. Les hablaba, incluso, por sus apodos. Puedo recordar algunos de ellos: “El Rabanito”, un operador chaparrito y casi colorado, con el pelo rojizo; “La Mirla”, que tenía cara de pájaro enojado; “Juan Penurias”, que se había casado dos veces o tres veces y sus esposas le habían salido igual de claridosas. Todos trataban a mi padre con cierta distancia. Aceptaban sus expresiones amables, pero seguían “hablándole de usted”. Se referían a él como “ingeniero”. Los hombres vestían más o menos como mi padre. En esos años la mezclilla no tenía tantos estilos ni marcas. Sólo existían los pantalones de mezclilla y punto. La usaban casi todos. También camisas a cuadros y botas de trabajo. Muchos usaban gorras sucias en la cabeza. Las verdes también decían John Deere.
A la hora de comer se hizo un alto en el trabajo. Alguien le subió un poco más al sonido de una radio que arrojaba estridencias rancheras. Voltearon una rueda de arado vieja y la pusieron sobre el fuego para calentar el bastimento y las tortillas. Uno de ellos me ofreció un taco de algo que parecía arroz rojo con huevo. Sabía delicioso. Le dije a mi padre que nunca había probado algo tan rico. Me dijo que la comida sabe mejor cuando uno trabaja todo el día. Quizás sea cierto, pero yo no había trabajado. Solo veía y, si acaso, acercaba alguna herramienta a las manos de mi padre.
Llegó el dueño del rancho en una camioneta Ford roja, como la de mi padre. Debían estar de moda. Lo saludó con afecto. Aunque le habló “de tú”, no “de usted”, le siguió diciendo “ingeniero”, como le decían los trabajadores que estaban por allí. Mi padre le dijo:
―Todo está listo, con excepción del Ferguson (“el Ferguson” era un tractor rojo que estaba por allí y que destacaba entre los verdes). Le faltan unas piezas que no pude conseguir. Me las traerán el miércoles.
El patrón del rancho parece muy contento. Me sacude la cabeza, jalándome afectuosamente los cabellos y dice:
―Ya está muy grande el “güero”.
―Sí. ―Responde mi padre― Va bien.
El patrón parece un hombre inmenso. Por lo menos así lo veo yo. Le ofrece a mi padre un café. Saca un atado de billetes y le paga. Se viene la lluvia sin avisar siquiera. Cae de golpe como un costal. El patrón mira a los trabajadores y les dice:
―Ni modo. Hay que comenzar ahorita, porque urge meter la maquinaria a trabajar.
Todos se suben a unas camionetas blancas y se van al potrero al despiedre, entre la lluvia y los rayos.
El patrón se despide de mi padre afectuosamente. Me vuelve a sacudir el cabello. Se sube a la camioneta roja y se va. Caen rayos. A la distancia veo como si los trabajadores estuvieran caminando entre relámpagos. Le pregunto a mi padre si no les podrá caer un rayo. Me responde:
―Si les caen. El año pasado, en un rancho cercano, le cayó uno a un trabajador que era amigo mío. Lo mató de inmediato. Yo estaba por allí y me ofrecí a llevarlo a Colima. Lo envolvieron en costales, lo subieron a la camioneta y se lo llevé a la familia. Fue algo muy triste.
― ¿No te dio miedo llevar a un muerto en la camioneta? ―Le pregunté.
―Pues en ese rato no, pero esa noche me dio calentura. Yo creo que me impresionó mucho cuando tuve que llegar con su familia a darles la noticia. Los ayudé con los gastos y tengo entendido que el dueño de ese rancho los ayudó más, pero en esos momentos eso no sirve de mucho.
Me impresionó esa confesión de mi padre. Para mí era indestructible. No podía imaginar que algo lo afectara hasta el punto de sufrir calentura. Yo no recordaba verlo enfermo nunca. Ni siquiera estornudaba.
Volvió a beber su café. Seguía fumando despreocupado. Afuera los hombres juntaban piedras y las arrojaban a las camionetas blancas.
―Ya casi nos vamos ―Me repitió― No durará mucho esta lluvia.
Me intrigaba que estuviera tan tranquilo mientras los hombres que antes lo rodeaban, sus amigos, siguieran luchando bajo la lluvia. Entonces le pregunté:
― ¿No tienes que ir a ayudarlos?
Mi padre me miró mucho rato, como si no entendiera la pregunta. Entonces volvió a mirar a los hombres que revolvían y juntaban piedras y dijo, con un tono lento, casi triste:
―Pobrecita de la gente que no estudia… ¿Verdad?
La frase me llegó hasta muy dentro. Hasta ese momento comprendí la diferencia. Por eso le decían todos “ingeniero” e incluso el dueño del rancho, un hombre rico, el dueño de toda la maquinaria, del cobertizo y de los potreros que nos rodeaban, seguía hablándole con deferencia. Mi padre podía estar bajo el tejado de lámina, tomando café y fumando un cigarro, porque había pasado por la escuela. Hasta entonces no entendía lo importante que era ir a la escuela. Era la diferencia entre ver llover con un café en la mano o bajar a juntar piedras entre la lluvia, con el riesgo de que un rayo te mate y entonces alguien tenga que llevarte, todo ennegrecido, para que te llore tu familia. Fue como un mazazo en mi cabeza.
Es curioso como una frase en un niño puede condicionar muchas de las conductas de su edad adulta. Si mi padre me hubiera dicho algo como “yo gano mucho dinero y ellos no”, quizás me habría convertido en personalidad materialista y estaría dedicado a los negocios. Sus palabras también pudieron ser algo como “existen las diferencias de clase” y entonces quizás, a estas alturas, sería un obsesivo con los contrastes sociales (conozco muchas personas deslumbradas con eso). Pero no: entre él y los demás sólo había una diferencia que incluso sonaba triste: el estudio.
Mi padre no lo supo, pero creo que por eso me volví tan estudioso.
Quizás por eso leo tanto.
Quizás por eso imprimí tantos libros cuando pude hacerlo y los lleve a regalar a todas las calles, sobre todo a las más humildes y apartadas, incluso a las comunidades cerriles.
Quizás lo que quiero es que todo mundo lea, para que nadie, ni “los rabanitos”, ni “las mirlas”, ni los “Juan penurias”, tengan que juntar piedras bajo la lluvia.
Eróstrato
Un día de julio del 356 a. C., un griego delirante incendió el templo de Artemisa (la diosa que los romanos llamarían Diana), una de las siete maravillas del mundo. Su propósito fue la fama y con ella la inmortalidad, es decir, la pasión por la gloria y la alegría de escuchar proferir el propio nombre. Así, al destruir el templo quiso salir del cruel anonimato y lograr el recuerdo para siempre.
Cuando confesó sus alucinantes motivaciones se prohibió ‒bajo pena de muerte‒ el registro de su nombre. El propósito de las autoridades de la época fue lógico: no querían que una intención tan ruin perdurase entre las futuras generaciones y pudiera convertirse en un ejemplo a seguir.
Por desgracia, las medidas resultaron insuficientes contra este vándalo y pirómano (términos que no existían en ese momento, por cierto, pues la tribu de los vándalos aún no entraba en la historia y el significado de “pirómano”, aunque dotado de una etimología griega, fue acuñado hasta 1883 por un psiquiatra francés). Su nombre fue recuperado por los historiadores y trasladado hasta nuestros días. Se trata de Eróstrato o Heróstrato.
De esa forma, el ambicioso destructor del sagrado templo lo consiguió y muchos siglos después seguimos recordándolo. De hecho, ese nombre se mantiene como un referente, pues aún se llama “erostratismo” a la manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir renombre, un padecimiento vigente hasta nuestros días. Eso se demuestra en nuestro país con el famoso corrido, ese mal rimado género donde se exalta la fama de energúmenos, traficantes y homicidas (quizás seamos injustos: debemos reconocer que algunos corridos son fabulosos).
Salir del anonimato al que podría estar condenado un hombre sin educación formal ‒y sin ganas de seguir las reglas‒ es quizás una tentación superior a la riqueza. Eso podría explicar la peculiar forma de pensar de hombres como Pablo Escobar, el Chapo Guzmán y muchos otros, que parecían deleitarse con el recuento de sus fechorías y la resonancia de sus delitos.
La psicología identifica un “Complejo de Eróstrato”, trastorno que lleva al individuo a intentar sobresalir y convertirse en el centro de la atención, aún con los métodos más aberrantes.
Tal complejo no debe sonar extraño, pues es más fácil destacar por lo terrible que por lo edificante.
Eróstrato, vaya, logró un éxito mayor al esperado, pues incluso es citado por escritores inmortales como Miguel de Cervantes y Baltazar Gracián.
Cada cual por su camino, pero algunos logran que su nombre perdure, a pesar de todo.
Asesinar al famoso
Una variante de esa peculiar estrategia por lograr la inmortalidad es la de asesinar al famoso, una tentación de acceso a la fama más común de lo que puede creerse.
Tenemos por ejemplo a Pat Garret, el sheriff del Condado de Lincoln, cuyo único signo de reconocimiento por la posteridad es la cacería y posterior homicidio de un famoso bandido de la época, uno de los más famosos y legendarios del oeste fronterizo (una historia repetida hasta la saciedad por el cine).
Claro, Garret fue un hombre con cierto prestigio en su vida: cazador de búfalos, cowboy, aspirante a político (fue candidato al senado) y jugador experto, además de un nombre notable por su estatura (más para la media del momento), pues se dice que pasaba del metro y noventa. Pero, su fama entre la posteridad consiste únicamente en ser “el hombre que mató a Billy the Kid”.
Fue tanta la notoriedad que adquirió por este hecho que incluso publicó un libro ‒pésimo, almibarado y farragoso‒ llamado “La verdadera historia de Billy the Kid”, que es leído hasta la fecha como una curiosidad y sin pretender encontrar un testimonio fiel de los acontecimientos. Es incluso probable que el citado libro haya sido redactado por algún escribiente poco ejercitado en la buena literatura y muy dado a las palabras rimbombantes.
Podría incluirse en este grupo a David Chapman, un obsesivo y desequilibrado sujeto que planeó asesinar a John Lennon con la intención precisa de ser reconocido. Con esa alucinante intención le disparó cinco balas por la espalda, apenas unas horas después de conseguir su autógrafo en el álbum Double Fantasy.
El complejo Ford
Un caso extremo es el del famoso Robert Ford, un personaje oscuro y tímido que pareció idealizar desde niño al famoso bandido Jesse James, uno de los personajes recurrentes del cine western (como ejemplos, entre muchos, tenemos Jesse James, de 1939, dirigida por Henry King, The Long Rides, de 1980, dirigida por Walter Hill y The Assassination Of Jesse James By The Coward Robert Ford, de 2007, dirigida por Andrew Dominik, que es todo un poema audiovisual) Tanta era su obsesión (y su ambición) que terminó matándolo a traición y por la espalda mientras estaba distraído acomodando un cuadro en la pared. Por cierto, tal es el destino de los hombres de armas, de los que nadie osa desafiar de frente, de los que parecen amplificar el sonido y contener el tiempo en su presencia. A final de cuentas, el valiente vive hasta que el cobarde quiere.
Este Ford bien podría servir como modelo para algún nuevo complejo, pues no es raro que un personaje idealizado por un fanático termine asesinado por éste, sea por rechazo o por decepción. Ejemplos sobran, incluso en el medio artístico (allí está el caso de la cantante Selena Quintanilla, asesinada por la que fue presidenta de su club de admiradores) o en las historias animadas (en la película The Incredibles, de 2004, el villano Síndrome es en realidad Buddy, un niño rechazado por su héroe)
En la tumba de Jesse James, su madre ordenó grabar lo siguiente: “En memoria de mi hijo amado, asesinado por un traidor y un cobarde cuyo nombre no merece figurar aquí”. Pues bien, es cierto que no figuró allí, pero logró pasar a la historia.
De hecho, este Robert Ford o Bob Ford, es conocido hasta la fecha como “el hombre que mató a Jesse James” y mientras vivió aprovechó su nauseabunda fama en espectáculos teatrales baratos, donde recreaba la forma en que había logrado ejecutar al famoso bandido, apoyado por su hermano Charlie.
Era grotesco, se dice, asistir a esas representaciones, donde los hermanos Ford repetían la escena de traición, asesinando una y mil veces por la espalda al legendario James.
En la etapa final de su vida, Bob Ford se dedicó a posar para fotografías y administrar bares donde era la atracción principal, algo similar a lo que hoy hacen los boxeadores retirados. Siempre fue un cobarde y en esa calidad eludió algunos retos a duelo (ningún hombre del oeste podía rechazar estos desafíos y vivir con dignidad) que le sobraron durante años, pues siempre surgía alguien queriendo arrebatar migajas a la fama asesinando a un asesino famoso.
Se tiene el registro de uno de sus desafíos: el que le lanzó un indio mexicano llamado José Chávez y Chávez, todo un personaje del oeste por méritos propios, pues fue integrante de la banda de Billy the Kid y uno de los protagonistas de la famosa Guerra del Condado de Lincoln. Este personaje, también con tintes legendarios, fue llevado al cine e interpretado por Lou Diamond Phillips en las películas Young Guns (1988) y Young Guns II (1990).
En fin, cobardías aparte, después de administrar cantinas en Las Vegas y Colorado, Bob Ford se instaló en Creede donde fue asesinado por un tal Edward O´Kelly, quien para variar también le disparó a traición. Quizás fue algo bien merecido, considerando los antecedentes del caso, pero aquí no se trataba de ultimar a un valiente, sino de impedir que se escabullera un cobarde. De esa forma tenemos que no sólo de valientes están llenos los panteones.
En su propia lápida se escribió: “El hombre que disparó a Jesse James”, es decir, hasta en su muerte Bob Ford intentó aferrarse a la posteridad con el único recurso que tuvo a su alcance.
Por su parte, O´Kelly también logró hacerse famoso, pues se convirtió, como es lógico, en el asesino de un famoso y despreciable asesino, es decir, en “el hombre que mató al hombre que mató a Jesse James”.
La historia del absurdo no termina allí y a su vez O´Kelly fue asesinado por un tal A. G. Paul, que entonces, según la información disponible, logró ser conocido como “el hombre que mató al hombre que mató al hombre que mató a Jesse James”, pero la historia de las villanías no da para tanto y hasta allí acabó la funesta cadena de aspirantes a la fama.
Ayer quise leer la tesis doctoral de Miguel Hidalgo y Costilla: Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica. Siempre me pareció interesante estudiar algo de los grandes hombres antes de que lo fueran. Este es el caso. Es un texto redactado por Hidalgo antes de ser Hidalgo, es decir, por un joven estudiante que aún no sabía que terminaría convertido en la figura inspiradora, dominante y fundadora de esa insurrección que creó una nueva nación.
El texto fue para mí revelador: muestra rasgos de una naturaleza rebelde, tanto en el contenido como en el lenguaje utilizado, algo que parece insólito en un texto escolástico. Por ejemplo, critica a “los ingenios más amantes de la sutiliza que de la verdad” y a las “escolásticas sutilezas que sólo servían para pervertir el buen gusto y perder el tiempo”. También descalifica réplicas “que tienen más de equívoco que de verdad”. En algún momento parece cuestionar, con cierta ironía, al propio Santo Tomás: “concordó sus doctrinas con nuestros dogmas, separó lo útil de lo pernicioso e hizo a la Filosofía servir de esclava a la Fe”. De hecho, afirma que este filósofo (le llama “Santo Doctor”), adoptó los principios de Aristóteles no por lo fundado de sus principios sino por “la condición de los tiempos”, pues para combatir a la cultura teológica dominante eligió aprovecharse de una doctrina que los demás admitían (la del propio Aristóteles). Suena casi increíble, pero también dice por allí que hasta podría ser injurioso considerarlo santo, precisamente por aprovecharse de Aristóteles para derrotar a sus adversarios.
El texto rebosa de referencias a reconocidos teólogos como Juan Gerson, pero también incorpora citas de Marco Tulio Cicerón, de Séneca, de Virgilio, de Feijoo (el introductor del género ensayístico en la literatura española, enemigo de la superstición y promotor de la visión científica y humanística). En algún momento se hace eco de algunos teólogos que califican a la escolástica de inútil y escribe un párrafo que revela un extraordinario talento: “Si nos dicen que es una senda totalmente extraviada la que siguen los puramente escolásticos, ¿por qué hemos de ir nosotros por donde van y no por dónde se ha de ir?”.
Más adelante advierte que es posible “confundir la Divina Palabra con las fábulas y ficciones de los hombres” y se ríe de los aspirantes a teólogos que ignoran historia y geografía, por las contradicciones en que incurren. También se burla de cierto autor, un tal P. Gonet, que pretendió escribir una obra en muchos tomos siendo que no valen la pena la mayor parte de ellos y lo dice así: “¿Y no es defecto que, de los 5 tomos, apenas se pueda componer uno de substancia? ¿Y no es lástima que hayamos de andar por países tan espinosos para coger uno u otro fruto, cuando podríamos tomarlos a manos llenas por otros sembrados de flores?”
En suma, parece en todo momento estar discutiendo con alguien y lo hace de forma divertida, casi con burla y usando un estilo chispeante y agresivo al mismo tiempo. Sin duda, este joven redactor anunciaba, con sus dichosas ironías, al hombre travieso, al admirador de la belleza femenina, al traductor y director de piezas de Molière, al apasionado de la fiesta brava, al que abolió la esclavitud y, en suma, a ese padre fuerte, audaz y divertido que es el padre de todos nosotros.
¡Qué grato es ser hijos de Hidalgo!