Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Ellas mirándome, en el altar…

Fecha: 4 de noviembre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Ayer vi un altar que zarandeó mi alma y apretujó mi cuello. Quise hablar, preguntar algo, pero en lugar del grave torrente salió un agudo chillido que de inmediato acallé con un resuello. Estamos acostumbrados a mirar las imágenes de personas mayores o quizás de menores, es decir, de los extremos de la pérdida. De alguna forma esperamos la dicotomía, el contraste, pero no el retrato de mujeres frescas abriéndose a la vida. Jóvenes con profesión y esperanzas, que este año se reunieron en ese adoratorio, el recuerdo de una drástica e inesperada partida. Los rostros me miraban distantes. Fotografías que alguien tomó en un momento feliz, lejano de lo que pasaría. Mujeres que sucumbieron a la fatalidad, al accidente o quizás a la tristeza. No quise saber más. Sin querer lloré por ellas, por esa vidas que se abrían a la expectativa de años que ya jamás vendrán. A veces la vida es incomprensible, pero más cuando se agota en la brevedad. Di las gracias por seguir aquí y murmuré una plegaria por las que se fueron sin dejarse marchitar. Pedí algo por ellas, las que siempre serán jóvenes en el altar…

Chillidos de gata entre las páginas

Fecha: 28 de octubre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

El primer libro que leí completo fue (tenía que ser) 20,000 leguas de viaje submarino, pero el primero que leí con devoción, con ansiedad, con deseo, fue Cien años de soledad. La culpa fue de mi padre y mi madre. Tenían esa segunda edición de Editorial Sudamericana (la primera con el grabado de Vicente Rojo en la portada) al alcance de mis manos en el librero de la casa. Un día que lo tomé me dijeron: «este libro no puedes leerlo todavía, no es para tu edad, te puede despertar emociones que aún no comprendes», y lo pusieron en lo más alto, inalcanzable para mi tamaño. Por supuesto, en cuanto se descuidaron acerqué una silla y me puse a leerlo. Seguí haciendo muchas tardes, cuando se descuidaban y siempre lo colocaba en el mismo lugar para que no se dieran cuenta. Era un placer prohibido y, en efecto, despertaba emociones incomprensibles que quizás debí evitar en esos años. Mis páginas favoritas eran las del encuentro entre Amaranta y Aureliano, mientras Gastón escribía una carta. Quizás por eso me volví obsesivo con la lectura. Aún leo cualquier texto con pasión, quizás para recobrar aquel placer arrancado a lo correcto –como arrancada fue la túnica de baño de Amaranta– y sigo escuchando ahogados chillidos de gata entre las páginas.

El otro hilo de Ariadna

Fecha: 26 de octubre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una de mis tareas cotidianas es sacar a pasear a mi perro a eso de las siete de la mañana, después de llevar a alguna de mis hijas a la escuela. No es una tarea grata, aunque lo parezca. Los perros están aquejados por el síndrome de Ariadna —la princesa que se alió con Teseo y lo dotó del ingenio para escapar del laberinto de Cnosos— y riegan su camino de algo que para ellos es un hilo dorado, un filamento que les marca el regreso al hogar. Para ellos será un valioso don, claro, pero para nosotros es una fila de inmundicias del tipo uno y dos. Como soy un obsesivo, detesto la idea de contaminar las calles con los desechos de mi schnauzer, así que cargo conmigo no una sino dos y hasta tres bolsitas de plástico. Mi perro me mira con curiosidad cuando recupero esas excrecencias adheridas al suelo. Debe pensar que estoy loco y yo mismo puedo estar de acuerdo con su juicio, pero me da horror dejar por allí esas cosas. Claro, no todos mis vecinos están de acuerdo. A esas horas encuentro a muchos paseando a sus adorables mascotas sin preocuparse de los desechos. Deben pensar que las calles son basurero. Incluso sé de uno que saca temprano a su perro, lo lleva al jardín, espera a que alivie su peludo vientre por allí y luego regresa tan campante a su casa, ignorando las furibundas miradas de quienes hacen ejercicio. Cada quien. En otros años le habría reclamado con energía. Hoy no, pues considero tales empeños una batalla perdida: nada se puede hacer frente a quienes rechazan las normas sociales y no están dispuestos a cambiar. La única solución es la aplicación de leyes y reglamentos, pero eso es otra historia. Así que protestar sólo me llevará a un rato de cívica amargura y no estoy dispuesto a lastimar mi mañana con el hígado petrificado del coraje. Prefiero hacer lo correcto y olvidarme un poco de lo que hacen los demás. Mientras tanto sigo paseando a mi perro y cargando bolsitas de plástico. Pero, ahora que lo pienso, el plástico también contamina. Quizás sea momento de utilizar bolsas de papel, pero el papel tampoco es muy ecológico que digamos ya que se derrumban árboles para extraerlo. Dilemas de los trastornos obsesivos: perderse en exploraciones mentales que a nadie le importan. Seguiré caminando…

La suave rutina

Fecha: 24 de octubre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Me asombra la capacidad física de las mujeres, sobre todo las que tienen mucho ocultando canas. Voy a un gimnasio al aire libre y las veo, señoras mayores que yo, platicando despreocupadas al tiempo que le dan duro a los aparatos, mientras yo apenas conservo retazos de aliento para decirles «buenos días». En ese rudo espacio me gusta ejercitarme con el remo, en el cual ya alcancé algunos progresos. Incluso me sentí sólido, casi un Schwarzenegger, cuando logré algunas modestas repeticiones después de un mes de constante entrenamiento. Para mi sorpresa una adorable abuelita que llega por allí igualó mi récord en una sentada, sin dejar de reírse mientras comentaba algo con su compañera de al lado. Parecía que estaba jugando baraja o algo así. Pero eso es la segunda humillación. Hace algunas semanas fui a una caminata donde participaron mis hijas. Bueno, era una carrera, pero yo sólo camino y lo hacía en esa ocasión para estar al pendiente de mis pequeñas, es decir, para seguirlas un poco mientras trotan. A medio camino una adorable maestra se emparejó conmigo. Ella es una persona mayor y me pareció estupendo que participara con tanto entusiasmo en la actividad, aunque por un momento pensé que me cambiaría el ritmo y me haría bajar la velocidad. Caminamos un poco juntos, comentando de lo alegre del día, del desempeño de mis hijas y otras cosas. En algún momento me sentí un poco cansado, pero ella seguía platicando con alegría. De repente, como si ya hubiera tenido suficiente, se despidió con amabilidad de mí y apretó el paso con tanta energía que me dejó muy atrás en unas cuantas zancadas. Me dolió el orgullo y quise alcanzarla, pero me fue imposible. Ni siquiera me quedaba el recurso de Madrazo, pues el trayecto era recto y sin posibilidad de atajos. Es algo espeluznante. Tendré que elegir un gimnasio donde no admitan mujeres –y menos de aquéllas mayores de edad– para no sentirme en desventaja.

El salto y el vacío

Fecha: 21 de octubre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una vez sentí el vacío, ese lugar donde se suspende el instante y que tanto le fascinaba a Einstein en sus experimentos mentales. Salimos de la escuela primaria Ignacio Manuel Altamirano, al lado del jardín de San Francisco. Éramos unos cinco entre niñas y niños, muy pequeños, quizás de tercero. Todos a caminar, atravesar el jardín y esperar del lado de la Avenida de los Maestros a que nuestros padres nos acompañaran a cruzar. Pero el camino era una aventura. El jardín era inmenso en esos años (así lo sentía) y había un reto pendiente: arrojarse desde los arcos del viejo templo hasta el suelo. Hoy lo miro y no parece un salto extraordinario, pero a esa edad lo era. Varias veces me quedé en el intento sin lograrlo, pero ese día había niñas allí y no podía pasar por cobarde. Llegué al borde, la pandilla esperaba abajo, dejé de pensar y me arrojé. Fue una emoción que aún conservo. Sentí que flotaba y mi cabeza se llenaba de aire, como si miles de burbujas se agitaran dentro y rebotaran con mi cráneo. Fue algo efímero, quizás una fracción de segundo, pero yo lo percibí distinto, como si en algún momento el tiempo se detuviera y yo flotara entre la nada. Muchos años después alguien me explicó que el tiempo que marcan los relojes es distinto al tiempo que registra nuestra mente. Lo entendí a la perfección por aquel salto en mi niñez. Aún hoy, a pesar de las muchas vivencias acumuladas, intento revivir esa emoción donde el salto logra que todo se detenga, como si la mente oscilara en un lugar sin tiempo mientras el cuerpo se precipita al suelo, reclamado por una fuerza que apenas comprendemos. Los colimenses amamos arrojarnos por la Piedra Lisa y atribuimos a esa pétrea resbaladilla el poder del retorno o el arraigo a nuestra tierra. Para mi, el salto de los arcos de San Francisco es algo más: ese brinco posee la clave para contener –como esa añosa muralla franciscana– el tiempo.