Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Una historia antes del gran sismo

Fecha: 8 de septiembre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

En 1985, unos días antes del pavoroso sismo del mismo año, tenía unos 17 años y deambulaba por la Ciudad de México. Fui a un certamen nacional de oratoria organizado por el Consejo Nacional de Recursos para la Atención de la Juventud (CREA) y participé, representando a Colima, en un foro nacional de la juventud, donde se dieron cita jóvenes de todo el país. Me hospedaron en un albergue administrado por la institución convocante en una zona boscosa del sur de la ciudad (aún existen esas zonas allí, por si alguien lo duda). Fue una experiencia fascinante, pues por primera vez en mi vida sentí que formaba parte de un grupo donde compartía intereses y aficiones. Los jóvenes instalados en el albergue, todos originarios de distintas entidades, tenían un común denominador: les gustaba leer y hablar en público, así que sentí que allí pertenecía.

En la noche se organizó una fogata y todos los congregados dijeron algunas palabras bellas de su lugar de origen. Yo dije que venía de una entidad que tenía un alma femenina: dos volcanes la adornaban, como si fueran los senos de una bella mujer. Uno de sus senos era níveo y otro ígneo, como si brindaran al mismo tiempo el frío del desprecio y la ardiente bienvenida femenina. También poseía un mar, que llegaba a su vientre en oleajes espumosos, como una caricia. Recuerdo mucho esas palabras porque era la primera vez que compartía algo íntimo, de mi propia tierra, con jóvenes de otras partes del país. Al escuchar a los demás jóvenes puede apreciar, también, la gran pluralidad que solemos unificar en la palabra México: una diversidad de acentos, de modismos, de formas de expresarse y de describir a la querencia (ese lugar al que siempre volvemos).

La fogata se consumió sin gota de alcohol, no sólo porque allí estaba prohibido, sino porque a nadie le interesaba y después de los discursos llegaron los poemas (recuerdo una apasionada declamación de Zita Sánchez) y alguien por allí, un joven un poco más maduro que los demás y que asistía como organizador y supervisor, Fernando Alférez, de Aguascalientes, sacó una guitarra y todo fue cantar y desvelarse hasta el agotamiento. Pero hubo de todo en ese viaje. Una noche me escapé con unos amigos a conocer un poco más la ciudad. Visitamos el Zócalo la noche del Grito, la plaza de Las Tres Culturas y muchos otros lugares de reconocimiento obligado. En ese deambular conocí el metro y los camiones “Ruta 100”, tan usuales por allí. En algún momento nos perdimos, pero no sobre la ciudad, sino en el metro, en esa trama del subsuelo, y nos acercamos con unas muchachas que estaban sentadas en las escaleras. Les dijimos que no éramos de allí y que andábamos perdidos. Simpatizaron con nosotros y nos orientaron para llegar a la estación correspondiente. Ya entrados en confianza les preguntamos por un lugar para cenar y nos llevaron a la superficie. Fuimos a un establecimiento de tacos, deliciosos por cierto, y todo fue platicar de nuestras respectivas vidas. Al final nos acompañaron de regreso al metro y nos volvieron a dar indicaciones, que seguimos al pie de la letra. Ellas vivían en una unidad habitacional cercana a esa estación.

Unos días después regresé a Colima, con tan buen tino que llegué el 18 de septiembre, un día antes del pavoroso sismo. Digo con buen tino, pues mi familia, en especial mi madre, se hubiera desesperado por no saber de mí en esos momentos de angustia. Unos días después, revisando la información del sismo, descubrí que aquella unidad de las amables muchachas capitalinas fue de las más dañadas en el sismo. Incluso, algunos de sus edificios cayeron. Yo no tenía sus datos, ni sus teléfonos, ni forma de localizarlas. Sólo conocía sus nombres de pila. Llamé a los amigos con los que compartí aquella noche de extravío donde ellas nos auxiliaron, pero ninguno pudo averiguar gran cosa de su destino. Aún hoy llegan a mi memoria de vez en cuando, como unos ángeles bondadosos que nos auxiliaron cuando andábamos perdidos y ruego, hasta la fecha, que hayan sobrevivido a esa tragedia. Ojalá y sigan por allí, viviendo una buena vida, como sin duda tenían derecho de vivirla. De cualquier forma, ellas vivirán por siempre en mi recuerdo.

La forma grotesca de la eternidad…

Fecha: 4 de septiembre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Pocas cosas me causan más temor que decir una tontería irremediable. Me aterra decir algo inapropiado por culpa de mi ignorancia (y todos tenemos algo de ignorantes). Por eso soy cuidadoso en mis expresiones y me niego a los juicios tajantes relacionados con alguien o algo. Es decir, prefiero moderar y evitar las posiciones radicales, tan cercanas siempre a la estupidez.
Quizás la culpa de ese temor provenga de una lectura temprana del saqueo de Corinto por un duro general romano, Lucio Mummio. Este Mummio era un patriota y un hombre ecuánime, así como un general competente y cruel. Pero más allá de sus cualidades bélicas cometió un error que lo puso en el absurdo para siempre. Fue cuando sus soldados cargaron los barcos con pinturas y esculturas, lo mejor del arte griego de Corinto convertido en despojo de guerra. En ese momento Mummio les advirtió, con su aguerrido tono militar, a los capitanes de navío: «Que las pinturas no se arruinen ni se pierdan o tendrán que reemplazarlas». Una barbaridad sublime. Mummio veía en el arte objetos sin más valor que el material del que estaban hechos y pensaba que podían remplazarse con facilidad. Hasta la fecha se cita al pobre de Mummio para ejemplificar la estupidez y todos los historiadores coinciden en que se expuso a la burla por toda la eternidad.
Un caso similar, pero más relacionado con el hacer que con el hablar, es el del entonces Presidente Jimmy Carter. En un momento preelectoral delicado salió a pescar en un pantano de Georgia y un conejito se acercó a su lancha e intentó subirse. Carter se asustó mucho y apaleó al conejito con el remo, con tan mala suerte que el suceso fue grabado a distancia. Eso se convirtió en el penoso caso del «ataque del conejo asesino», motivo de hilaridad colectiva y un tema muy bien aprovechado por el retador Ronald Reagan.
Ayer me salió al paso otro penoso ejemplo. Mientras leía una biografía de Shakespeare me encontré con un juicio ligero sobre una de sus obras. El autor de este juicio no era cualquier ignorante, sino nada menos que Samuel Pepys, el protagonista de uno de los diarios íntimos más importantes de la historia, pues al detallar su vida cotidiana entre 1660 y 1669, salpicada de precisas descripciones de los acontecimientos políticos y bélicos del momento, arrojó hacia a la posteridad una guía para entender los pormenores de su época (ojalá tuviéramos diarios como los de Pepys en todos los siglos, pero en verdad escasean, aún en nuestros días). Samuel Pepys fue también presidente de la Royal Society (un honor intelectual y político extraordinario) y en esa calidad sostuvo una vigorosa correspondencia con el propio Newton. En fin, el caso es que que este obsesivo anotador acudió al Teatro del Rey, en Londres, el 29 de septiembre de 1662 y vio la representación del Sueño de una noche de verano del propio Shakespeare (muerto unos años antes), lo que inspiró su aterrador apunte: «No la había visto y no la volveré a ver jamás. Es la pieza más insípida y ridícula que existe». Dios. A veces es mejor no opinar y guardar un silencio que pueda pasar por inteligencia (o al menos por medianía). Decir juicios severos o expresar algo sin pensarlo puede ser el camino al eterno ridículo, lo mismo que apalear a un inocente conejito que se aproxima a saludarnos.

El insólito plumaje

Fecha: 1 de septiembre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Unos ibis escarlata (también llamados corocoros o garzas rojas) volaron de aquel pantano. Un espectáculo fascinante. Aves coloradas que se agitan al unísono, provistas de esa extraña cualidad que sólo poseen los seres de cardumen y parvada: la sincronía, ese desplazamiento irreflexivo y veloz, incluso extravagante, pero siempre efectivo. Volaron -decía- y dejaron al volar una estela de rojo fascinante, como una bufanda carmesí agitada por el viento. Un escándalo. Parece algo absurdo, pues ¿qué acaso no temen ser casi llamarada entre el líquido ocre y la verde espesura? Sé que las especies sin grandes garras o colmillos eligen pasar inadvertidas. Los Ibis no, nada les preocupa, sólo trastornar con su color el humedal de Venezuela. Dicen los que saben que esa chispeante tonalidad sucede por el alto consumo de crustáceos, en especial cangrejos violinistas, los de tenaza guerrera (arma rígida que, dicho sea de paso, frente al ibis sirve de muy poco). El caso es que ya me dio temor. Evitaré todo crustáceo, no sea que me vuelva más rojizo que esos insensatos y vaya que soy de tez colorada. Yo sí temo al insólito plumaje y prefiero pasar inadvertido.

La virgen de los molinos

Fecha: 26 de agosto de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Leía datos técnicos agropecuarios para la elaboración de un documento oficial y encontré uno, relacionado con el ingenio azucarero de Quesería, que llamó mi atención: «rehabilitación y reforzamiento de las vírgenes de los molinos». Poético. Imaginé una virgen de los molinos, advocación especializada en la conversión de la caña en azúcar. Una virgen a la que acuden a rezar los cañeros para favorecer su dulce trajinar. Una virgen que exige, de vez en vez, un poco de atención, rezos fervorosos que rehabiliten su esperanza y refuercen su alianza con esa tierra de cañas. Me recreaba en ello cuando un ingeniero frente a mí rompió el ensueño: «no ‘lic’, son unas piezas que deben quitarse para el cambio de placas que dan mayor reforzamiento a las molduras. Así se tiene mayor capacidad de molienda horaria». No le entendí nada pero caí de bruces, rogando por un poco de poesía para el alma de ese desdichado.

El observador y la furiosa

Fecha: 23 de agosto de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Salí de la oficina con ganas de llegar pronto a mi casa y darme un baño, pero a medio camino llamó mi hija pidiendo, de ser posible, una hamburguesa. Le hice caso. Llegué a un solitario local y pedí para llevar. Mientras esperaba saqué un libro. Apenas me concentraba cuando un ruido llamó mi atención. Una joven mujer, quizás de unos veinte o un poco más, gritaba desde la calle. La miré. Apenas lo hice me dirigió sus barbaridades. Sus gritos eran una combinación de ofensas, desafíos e invitaciones a los golpes. Nunca me había pasado algo así. Claro, me han agredido muchas veces y siempre salgo -a Dios y mis brazos gracias- bien librado, pero mujeres por la calle y sin pretexto nunca. Me dediqué a estudiar a la susodicha mientras seguía retándome a los golpes. No podría decir aquí todo lo que me dijo, pero digamos que abundó en algunas variantes del vocabulario menos jovial que pueda imaginarse. En algún momento se acercó a mi vehículo y amenazó con patearlo, pero juzgué que no valía la pena levantarme y llamar a la policía, pues aunque la actitud era agresiva en realidad contenía los movimientos, con si fanfarroneara. Solo quería provocarme, pues. De hecho pasó algo muy curioso. Quiso abrir la puerta de mi vehículo y yo lo había dejado sin seguro, así que la abrió sin problemas, pero pareció asustarse y la volvió a cerrar despacio. En cuanto lo hizo siguió arrojando maldiciones. Desde lejos oprimí la alarma para poner el seguro y entonces pareció molestarse más. Gritaba «¿me tienes miedo?, ¿me tienes miedo?». Yo preferí seguir mirándola. Me intrigaba. No sabría decir si estaba loca o alterada por alguna droga. Quizás solo pasaba por un mal momento. Claro, eso no da el derecho a salir a desquitarse con el mundo, pero sucede. Las señoras que atendían el local miraron un par de veces a la muchacha que gritaba, pero luego siguieron en lo suyo, como si nada estuviera pasando. De repente llegó otro vehículo con dos personas, sin duda clientes que llegaban por su hamburguesa. La joven dirigió su atención hacia ellos. Comenzó a maldecirlos y hasta sacudió un poco el coche desde la parte de atrás, mientras se estacionaban. Los del vehículo decidieron que no era el momento para bajarse y dieron reversa. Mientras se alejaban alguien sentado en el lugar del copiloto me saludó. Respondí al saludo con la mano, pero no pude distinguir su rostro. En fin. La muchacha se sintió envalentonada: «me tuvieron miedo», «me tuvieron miedo», gritaba. Al fin pareció hartarse y caminó alejándose. Mientras caminaba seguía gritando y volteaba de vez en vez para dirigirme muecas furiosas. Llegaron mis hamburguesas. Pagué y salí. Al subirme al coche vi de reojo que la mujer se acercaba de nuevo. Entonces me puse de pie para enfrentarla. Digo, por más paciencia que se posea es preferible esperar de pie, por si se hace necesario. Pero no se acercó, por fortuna. Prefirió seguir gritando desde lejos. Volví a subir y fui a llevarle de cenar a mi hija. Un rato después recibí el mensaje de una amiga, Laura B. García. Decía: «Amigo, ¿no le llamaste al escuadrón SWAT para que te rescatara de esa loca?». Era la persona que me había saludado desde el otro coche y que no logré reconocer. Le dije que no fue necesario y me despedí de ella. En fin. Cuando me acosté me puse a pensar en lo que pasaría si todos los que tenemos un mal momento saliéramos a darle su merecido al mundo. Luego pensé que en realidad es así. Lo he visto muchas veces: jefes que maltratan a sus empleados en desquite por sus problemas personales; compañeros que intrigan para satisfacer sus maltratados egos; personas que se enmascaran en las redes sociales para difamar a placer a los que parecen odiar; supuestos amigos que acumulan odio por alguna extraña razón; personas rencorosas que quieren que el mundo, su pareja o sus vecinos paguen por su impotencia acumulada. Viéndolo así, lo menos grave es salir a gritarle a alguien en la calle, sobre todo si es alguien paciente como yo. Quizás un día me alquile como sparring para esos momentos desesperados.