Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

El rebelde arrepentido

Fecha: 20 de agosto de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Dije algo, no recuerdo qué. Era una simple rebelión contra el silencio, eso que se dice sin pensarlo. Me escuché mientras lo decía y de inmediato me arrepentí. Se lo dije a alguien que pensé que me escuchaba: «no me hagas caso». Pero ese alguien estaba distraído y me respondió con una cara de duda. Me arrepentí entonces de decirle que no me hiciera caso, pues ahora insistía en preguntarme sobre lo que dije primero. Para que dejara de insistir le dije cualquier otra cosa, algo sin importancia, pero pareció tomarlo muy en serio y me respondió algo que ya no escuché bien, pues yo seguía preocupado por lo que dije primero. Otro día dejaré al silencio en su señorío y evitaré rebelarme contra él. Algunas batallas deben evitarse.

Corcholatas y fut

Fecha: 16 de agosto de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Cerca de la competencia mundial de Argentina 1978, cursaba la primaria en la escuela Ignacio Manuel Altamirano, contigua al Jardín de San Francisco y contaba con casi diez años de edad. Por esos años una empresa de refrescos presentó un novedoso juego que hizo furor entre los niños. Con cierta cantidad de corcholatas y un pago extra se adquiría una cartón que asemejaba una cancha de fut y una pequeña pepita ovalada de plástico que funcionaba como el balón. Las corcholatas contenían, en el reverso, el rostro de los jugadores de todos los equipos del mundial, entre ellos, claro, los mexicanos, así que había que adquirir o conseguir muchas para integrar debidamente los equipos. El chiste era que un jugador, con su selección completa, presionara suavemente la pepita de lado, con cada corcholata, lo que la hacía avanzar. Con la práctica la pepita podía dirigirse hacia otra corcholata, hasta llegar a los delanteros, o bien apuntarse con relativa precisión hacia la portería enemiga. El otro jugador no podía arrebatar el esférico, sino esperar una mala puntería del adversario para recuperar la pepita y realizar su propio avance. El juego era muy entretenido y los niños nos poníamos a celebrar verdaderos mundiales durante la hora del recreo. Todos estábamos emocionados con la expectativa de México, equipo al que se había promocionado mucho, y sentíamos que podíamos llegar al campeonato. Era una esperanza vaga, por supuesto, ya que la selección mexicana ni siquiera había logrado ir al mundial anterior, celebrado en Alemania, pero los niños sólo sabíamos que iríamos al mundial y queríamos ganarlo. Quizás la euforia tenía origen en el carisma de algunos de los jugadores, como el «Wendy» Mendizábal (muy jovencito y sonriente) y Leonardo Cuéllar (dueño de una fabulosa melena que se agitaba con cada paso) o en sus llamativos apodos, como el de Víctor Rangel, «El Tanquecito» y Arturo Vázquez, «El Gonini». También jugaba por allí Hugo Sánchez, que aún no se convertía en la figura internacional que sería después. Una gran decepción fue confirmar que los mexicanos éramos un mal equipo, sin reales posibilidades competitivas. Fue aquel nefasto mundial donde la selección perdió, incluso, contra un equipo que no ha logrado hasta la fecha volver a competir en un mundial, Túnez, por 3 a 1. También perdimos contra Alemania por un ofensivo 6 a 0 y hasta con Polonia, también con 3 a 1, consumándose una de las peores actuaciones del equipo mexicano en toda su historia. Los niños de mi escuela enfrentamos una amarga desilusión. Hasta las maestras comentaban los resultados en clase y recuerdo a la mía, de cuarto o quinto año, explicando algo que sigo escuchando hasta la fecha: que la culpa no era de los jugadores, sino de los directivos y, claro, de los malvados políticos mexicanos (ya se sabe que los políticos son culpables de todo lo malo y jamás una causa de lo bueno: son la excusa perfecta del país, lo que nos lleva a olvidar que la política es siempre un reflejo de la sociedad en la que está inscrita). El caso es que los niños dejamos de usar las fichas de la selección mexicana y comenzamos a utilizar otros equipos de corcholatas. Las favoritas fueron, en sustitución, las de Brasil y Argentina, pero se evitaba con desdén las de Alemania, Túnez y Polonia. Poco a poco el vistoso juego de mesa (o de suelo) se olvidó y las corcholatas se perdieron. Algunos niños persistieron unos años en su emoción por el fut y la selección, hasta que unos pocos años después llegó otra decepción con la eliminación de México en el «premundial» celebrado en Honduras, que impidió la participación en el Mundial de España 1982. Creo que mi distancia con el fut viene de esos años y de unas corcholatas que terminaron arrumbadas en la alacena hasta que, un buen día, mi madre las tiró a la basura junto con mis sueños infantiles de campeonato.

Pergamino

Fecha: 16 de agosto de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Ayer una anciana me miraba, no sólo con sus ojos, con cada arruga, con cada cruce de caminos en su rostro. Ese pergamino aderezado por los muchos años. Cada trazo como una emoción acumulada. Los días agolpados en la memoria de la piel.

Vorágine

Fecha: 21 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Caminé por lo que fue un antiguo sembradío. Los surcos y las veredas que lo cruzaban ya no existen y lo cubre un tupido matorral. Cuesta trabajo imaginar los trabajos y los días que aquí corrieron sin tregua, hasta que los sueños se agotaron, llegó la Santa Vorágine y lo engulló todo. La naturaleza no se va, nos acecha como depredador esperando el descuido. Recordé a Robert E. Howard: «La civilización es un accidente de la historia. Al final la barbarie triunfará»

Las neuronas disipadas

Fecha: 21 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Lo confieso: me es difícil comprender algunos temas. Mis reflexiones avanzan con velocidad razonable y de repente se estancan, como si fallara alguna conexión entre los circuitos de mi cabeza. No es algo grave, aclaro, pero me desespera en ocasiones. Para intentar resolver el problema acudí con un neurofisiólogo de cierto prestigio, investigador y docente, quien me sometió a una serie de pruebas de reconocimiento. En algún momento me propuso un par de osados experimentos de su propio diseño llamados «sondas neuronales», al parecer muy precisos y sin peligro de generar daños permanentes. Me convenció de aceptar esas incursiones en mi cabeza con un sólido argumento: «Si logro algún día el Premio Nobel de Medicina, diré tu nombre en la cena de gala de Estocolmo, frente al mismísimo rey de Suecia, Carlos Gustavo». Acepté de inmediato. Los experimentos fueron un tanto tediosos y no viene al caso relatarlos aquí, sólo diré que constituyeron una combinación de respuestas sensitivas, el análisis de un líquido que extrajo de la médula espinal y dos o tres sesiones hipnóticas. Pasados un par de meses el investigador me citó para compartir sus conclusiones. Primero me explicó que todos poseemos una corteza cerebral, que se considera la zona de más evolución y la más compleja de la cabeza. Esa corteza es bastante ancha y dominante en los humanos, menos prominente en otros mamíferos y nula en el resto de las especies, lo que prueba su importancia en la inteligencia dominante de los homo sapiens. Esa corteza se forma desde nuestra etapa como embriones y los estudios indican que se crea desde adentro hacia afuera, es decir, algunas neuronas llamadas «células madre» crean grupos de nuevas neuronas que migran desde su lugar de origen, lo más profundo del cerebro, hasta la zona externa, formando una primera capa. Otra generación de neuronas debe atravesar esa capa para formar una segunda y así sucesivamente, como si se tratara de un pan inflándose en el horno. Hasta aquí todo bien. En mi caso, un pequeño grupo de neuronas se rebeló, negándose a migrar a la zona que les correspondía. La hipótesis del investigador es que a estas neuronas les dio flojera atravesar las capas iniciales y no encontraron motivación alguna para ponerse a trabajar en la superficie de la corteza. Entonces decidieron, apartándose de las órdenes recibidas, instalarse en la playa. Claro, aquí pregunté: «¿En la playa…?, ¿pues a cuál playa se refiere usted?» El investigador me comentó que se acomodaron en un pequeño valle frente al líquido cefalorraquídeo. Ese lugar, situado a la vista del llamado Acueducto de Silvio, entre el tercer y el cuarto ventrículo cerebral, constituye todo un paisaje y las neuronas rebeldes se sintieron allí felices y relajadas. Le dije al investigador que me incomodaba tener un acueducto con un nombre distinto al mío, que si no podría llamarse «Acueducto de Rubén». Me dijo que era el nombre general del citado acueducto en honor a su descubridor, un químico y anatomista francés. En fin, el investigador logró identificar con toda claridad el lugar donde holgazanean esas neuronas, que al parecer se dan la gran vida, desconectadas del resto del cerebro, sin más dentritas que las necesarias para solazarse entre sí y sin obligaciones de ninguna clase. Es decir, en plan de vacaciones permanentes. Por esa razón, algunos temas son tan difíciles de comprender por mi: esas neuronas dejaron hueca una parte de mi corteza y a pesar de que otras neuronas absorbieron esas responsabilidades, el esfuerzo no ha sido suficiente. Todo quedó claro entonces. Mientras unas neuronas trabajadoras y responsables dan lo mejor de sí mismas en la tarea cotidiana, otras se dedican a surfear, beben cocteles de dopamina, oxitocina y endorfina, se regodean en su playa privada y quizás hasta hagan el amor mirando el extenso mar de mi líquido cefalorraquídeo. No les importó dejarme lento y torpe, pero debo confesarles que no les guardo rencor: quizás yo hubiera hecho lo mismo. Además, me siento orgulloso de portar dentro de mi algunos paisajes inolvidables, de ésos que incitan a las vacaciones y el placer. Cuando el investigador me mencione en Estocolmo haré un brindis íntimo por mis neuronas disipadas. Salud por ellas.