Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Esos personajes que se llevan todo

Fecha: 18 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Hace algunos años, cuando aún se usaban las videocaseteras VHS, le puse a mi hija mayor, entonces chiquita, la película El Libro de la Selva. Mi hermana Ana Isabel se sentó a verla con nosotros. Al final confirmamos que nuestro personaje favorito era Baloo, el oso. De hecho, era una delicia (todavía lo es) escucharlo cantar con la voz de Germán Valdés, Tin Tán. Mi hermana dijo algo que se me quedó grabado: «Ese oso se lleva la película». La expresión me pareció graciosa en ese momento, sin dejar de reconocer su acierto. Se utiliza para señalar al personaje que, aún sin ser el protagónico, arrebata la película, la serie o incluso la pieza teatral al resto del elenco. El sentido de la expresión no es extraño para las academias cinematográficas, la de Hollywood por ejemplo, que consideran premios a los actores de reparto y no sólo a los principales. El caso es que algunos actores o algunas actrices logran dominar la pantalla e imponerse, aún cuando sus papeles se vean poco impactantes en el guión original. Es una proeza, pero también un golpe de suerte. Pueden mencionarse muchos ejemplos al respecto, pero es raro considerar con tales méritos a los personajes diseñados para lo que se llamaba, hasta hace pocos años, «dibujos animados». El caso es que el oso mañoso Baloo se impuso en aquella lejana película. Recordé la expresión ayer que llevé a mis hijas a disfrutar Buscando a Dory, segunda parte de la histórica Buscando a Nemo. Parece increíble pero el fenómeno surge de nuevo: el que se lleva la película no es Dory, la protagónica, ni Marlin o el mismísimo Nemo (que aquí se muestra un poco desdibujado), sino Hank el pulpo rojo, un personaje fascinante lleno de altibajos emocionales, habilidoso, camaleónico y valiente en los momentos decisivos. Por supuesto, Hank no realiza un esfuerzo especial de interpretación, como no lo hizo Baloo, porque es un diseño animado, en este caso con las técnicas Pixar de animación 3D por computadora, pero no cabe duda que se impone frente al resto del «elenco». Alguien dirá que tal fue la intención de guionistas, animadores, diseñadores y productores, pero yo prefiero pensar otra cosa: el poder de la creación (literaria primero y cinematográfica después) es tan extraño que surgen productos con una personalidad propia: aparecen seres dotados de su propio espíritu y siguiendo sus propios derroteros. Los escritores de novelas o cuentos, así como los dramaturgos y los guionistas, lo saben muy bien. Es un fenómeno que forma parte del oficio: algunos personajes resultan tan sólidos y fuertes que parecen «descubiertos», no «creados», como si sólo aguardaran a ser revelados para cobrar vida. Dicen que así le ocurrió a Shakespeare con el famoso Falstaff, una figura secundaria que se volvió inolvidable y sigue motivando apuntes críticos, como los de Harold Bloom (que lo idolatra y lo considera un elemento esencial de la reinvención literaria de lo humano). Es como si el escultor lograra extraer una figura preexistente del mármol (algo que los propios escultores aseguran que ocurre), en lugar de concebirla desde la propia creatividad. Nos acercamos así a un viejo enigma: ¿se crean los personajes o ya están allí y sólo se descubren?, ¿existe el «creador» o sólo es un explorador que descubre al personaje, como si se tratara de un biólogo encontrando una especie novedosa para la ciencia, o un arqueólogo revelando un ídolo entre el barro de los siglos? Extraño poder el de la creación: algunos productos de la imaginación, como el oso Baloo y el pulpo Hank, se llevan la historia con ellos. Por algo será.

El tiempo que no pasa

Fecha: 18 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Un viejo libro de Carlos Fuentes me ayudó a entender el enredado transitar del país. Yo leí la edición original de 1971, de la editorial Joaquin Mortiz, unos trece o catorce años después de su publicación, cuando cursaba el bachillerato. Una frase en especial me abrió el entendimiento y sigue (o seguía) ofreciéndome claves para entender la realidad mexicana: «la premisa del escritor europeo es la unidad de un tiempo lineal, que progresa hacia adelante digiriendo, asimilando el pasado. Entre nosotros, en cambio, no hay un solo tiempo: todos los tiempos están vivos, todos los pasados son presentes» (la frase aparece en el primer ensayo del citado libro: «Kierkegaard entre nosotros»)
Armado con esa idea pude entender muchas cosas. No me pareció extraño confirmar que los estudiantes seguían manifestándose en las calles de la Ciudad de México como si el 2 de octubre del 68 hubiera ocurrido apenas ayer; tampoco el reaparecer de movimientos guerrilleros en los años 90, mientras una parte del país firmaba tratados comerciales internacionales; ni el homicidio de un candidato presidencial; ni la represión violenta de jóvenes, (que sigue ocurriendo hasta la fecha) o los conflictos entre gremios y gobiernos. Todo eso ya ocurrió alguna vez en México y si ya ocurrió puede volver a ocurrir, pues en nuestro país el pasado está vivo, se mantiene latente y brota de nuevo, como siguiendo el ciclo de unas extrañas estaciones.
La clave de Carlos Fuentes me brindó una mecánica mental para entender que el tiempo de México no es lineal, que mientras en otros lugares del mundo existe una idea de progreso hacia el futuro que engulle el pasado y lo supera, aquí las capas del ayer se quedan impregnadas en el presente. Aquí los fósiles andan vivos, como el ajolote.
Todo bien hasta el momento, pero con las recientes noticias confirmo que la distinción era en realidad una ilusión. El terrorismo, la marca de los años setenta, regresó al escenario europeo. Veo las imágenes del horror en mi celular e imagino que Septiembre Negro, la Banda Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas y hasta el mismo Carlos El Chacal, siguen deambulando por las orgullosas calles europeas, lastimando los sueños de los inocentes.
Pero el terrorismo es solo una parte de la historia: la línea del odio entre el próximo Oriente y el Occidente sigue su trazo original, reeditando la historia que inauguraron aquellas batallas entre persas y griegos o partos y romanos, pasando por el Islam, los turcos otomanos y los moros, hasta llegar a los talibanes y los estados fundamentalistas de nuestros días. Alguien por aquellos lejanos paisajes decreta una Guerra Santa y se escucha el rechinar de dientes en otras partes del mundo.
Carlos Fuentes estaba equivocado. El tiempo mexicano no es sólo mexicano. También allá, en el viejo continente, los pasados están vivos y se amontonan en el presente. Habrá que seguir temiendo por ellos.

La absurda osadía

Fecha: 13 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una vez hice una osadía, pero no la hice solo. Pasé por un amigo a sus oficinas en el centro de la Ciudad de México y nos fuimos a cenar a un buen restaurante que frecuentábamos. La idea era tomar un taxi al final para trasladarnos al departamento que compartíamos para ahorrar costos de vivienda. Ambos éramos jóvenes de Colima, en los primeros trabajos formales y apenas en la elección de caminos para la vida. En la cena le expliqué a mi amigo que traía en mi portafolio una buena cantidad de dinero. «En la mañana cambié dos cheques», le dije, «uno de un premio de ensayo que gané y otro de un pago de tres meses acumulados que me adeudaban en mi trabajo». El total eran unos 80 mil pesos, una pequeña fortuna para nosotros en los años noventa (y todavía lo es, pensándolo bien). Me dijo que estaba loco, que no se debe cargar esa cantidad de dinero en efectivo. Le respondí que si bien estaba de acuerdo, la osadía no terminaba. Le propuse irnos caminando desde allí, el centro de la ciudad, hasta el lejano sur donde compartíamos el departamento. «Eso es un desafío a toda lógica, un absurdo», me dijo, pero aceptó. La Ciudad de México era un peligro en esos años. Los asaltos y homicidios llegaban a un nivel demencial y todos teníamos amigos, compañeros de estudio o de trabajo que habían sufrido asaltos violentos o los llamados «secuestros express» (pequeños raptos de dos o tres horas, donde los delincuentes te retenían en la cajuela de un coche mientras «ordeñaban» tus tarjetas). Por esa época se decía que los asaltantes, si no traías dinero o tarjetas, te herían y podían matarte. Debió ser cierto, pues un par de conocidos murió por asalto en esa época. Era una locura deambular por la Ciudad, más durante la noche y mucho más por ciertos lugares. Aún así emprendimos el rumbo. Caminamos por la Alameda Central, por Reforma y llegamos a Insurgentes. Desde allí avanzamos hacia el sur. Pasamos por la glorieta del metro Insurgentes, un lugar tétrico a esa hora de la noche pues se convertía en refugio de malvivientes y pordioseros. Pasamos también por una zona de antros de la peor fama, donde los llamados «güigüis», es decir, los «enganchadores» de los antros nos acosaban para invitarnos a entrar. Esos «güigüis» solían ser gente dura. Parecían amables pero también podían asaltar o estar asociados con delincuentes de todo tipo. Veían mi portafolio con cierta codicia (era muy llamativo, de piel color vino y acabados dorados) y quizás imaginaban que portaba por allí algo valioso. Aún así los trataba con cierto desdén superior al habitual. Uno de ellos se molestó y nos siguió por algunos metros, pero la cosa no pasó a mayores. Debieron vernos con tanta seguridad y desparpajo que imaginaron que portábamos armas, lo cual por supuesto no era cierto. Seguimos caminando por aquella avenida tan larga e impresionante, que cambia de paisajes y de ambientes cada determinado tramo, como si fuera una metáfora de esa ciudad, de sus obsesiones y de sus clases sociales. Llegamos a una zona donde abunda la prostitución de mujeres y travestidos. Las mujeres (o los hombres que parecían serlo) aparecían en cada esquina. Las saludábamos con un «buenas noches», como si estuviéramos paseando despreocupados por una calle colimense, un saludo que en la Ciudad de México suena extraño y anuncia que el caminante no es de allí. Nada pasó, si bien algunas de las libélulas nocturnas y sus acompañantes (los proxenetas o quizás quienes las cuidan) nos miraron con curiosidad. Después llegamos al sur, donde la avenida se llena de luces y donde nos sentimos más seguros, quizás por ser un rumbo más conocido por nosotros. Un buen rato después, ya casi con dolor de pies por los zapatos de vestir, con los sacos del traje bajo el brazo y un portafolio cada vez más pesado, logramos llegar al Sanborns de San Ángel, casi frente al monumento dedicado a Álvaro Obregón, donde por común acuerdo tomamos un taxi que nos llevó unas calles más, por el Eje 10, para dejarnos en el edificio donde vivíamos. La osadía resultó bien, pero nos prometimos no volver a pasar por algo semejante. Fue como decirle al peligro: «aquí estamos, no traemos armas y traemos dinero, veremos cómo reaccionas». Creo que las bendiciones de nuestras madres fueron suficientes para cuidarnos, pues por aquí seguimos. Claro, jamás volvimos a pasar por algo semejante. Maduramos sin querer en esa larga caminata y en los años que vendrían valoramos más la vida, esa vida que la juventud tiende a malgastar en extrañas osadías. Por último, si alguien se pregunta por el destino de ese dinero, creo que me lo gasté en un traje, unas camisas, un par de zapatos, dos o tres comidas en buenos restaurantes y en un montón de libros. Fue un dinero muy paseado y muy bien gastado, gracias a Dios.

Hipocampo

Fecha: 10 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Estaba leyendo algo que no viene al caso cuando hice sin querer algunas conexiones y recordé la primera vez que vi un hipocampo. Se desplazaba en una gigantesca pecera, tímido y vacilante, hasta que pareció darse cuenta de mi curiosidad. Entonces lo sentí emocionarse y flotar orgulloso, casi exhibicionista, frente a los ojos del niño que lo miraba. Sospecho que el hipocampo poseía una naturaleza artística, pues se mostró en derroche, con rápidos movimientos, teatrales pausas y hasta algunas piruetas. Yo lo veía fascinado. No sabía que existían. Mi madre me dijo, cuando percibió mi arrobamiento, que eran los caballitos del mar y que algunos cangrejos los montaban para pasear y organizaban cabalgatas con ellos, como en las fiestas de Villa de Álvarez. El hipocampo parecía asentir a sus palabras. Esa noche soñé que el hipocampo era mi amigo, que me dejaba montarlo y me llevaba a conocer el paisaje del fondo marino, con sus amplias praderas, sus oscuros abismos y sus montañas de coral. Estaba recuperando esa emoción cuando recordé, también, que existe una curiosa estructura del sistema límbico (en la masa encefálica) llamada, como el caballito, Hipocampo. De hecho, su nombre proviene del mismo pececillo, pues así le pareció al anatomista Giulio Cesare Aranzio, quien le dio ese nombre. Es una estructura especial, responsable de la evocación y recuperación de los recuerdos, entre otras funciones como la ubicación espacial, la orientación y muchas otras que aún no logramos descifrar. Me pareció una coincidencia extraña: el hipocampo de mi cabeza atrajo al presente a ese pequeño tocayo suyo que miré fascinado cuando fui niño. Quizás el hipocampo de mi cabeza envidia la posibilidad de flotar, desplazarse, juguetear y hacer piruetas mientras alguien lo observa, en lugar de permanecer agazapado en los tejidos subyacentes del lóbulo temporal. Quizás también, quiso rendir homenaje a ese solitario hipocampo que se mostró pleno, grácil y descarado frente a mis ojos infantiles. Es posible que, como él, quiera ser montado por mi y recorrer distancias juntos, mientras exploramos el líquido territorio del olvido.

Bits y otras tonterías

Fecha: 10 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Leyendo a Carl Sagan descubrí que el cerebro humano contiene alrededor de diez mil millones de elementos conmutadores llamados neuronas. El cerebelo, situado bajo la corteza encefálica, en la parte posterior de la cabeza, contiene otros diez mil millones de neuronas. A su vez, las neuronas poseen entre mil y diez mil sinapsis o puntos de contacto con las neuronas más próximas. Eso implica unos diez billones de bits de información. La cifra total de sinapsis que posee el cerebro humano es difícil de representar matemáticamente y el número de estados mentales o combinaciones de sinapsis se puede calcular en un 2 multiplicado por sí mismo diez billones de veces, es decir, un número mayor al de partículas elementales (protones y electrones) que existen en todo el universo y todo ello sin considerar los llamados «microcircuitos cerebrales», que multiplican los cálculos anteriores. Una vez conocida la información me sentí deprimido. En efecto, esa riqueza cerebral no impide las tonterías en la vida cotidiana y no es válida para evitarnos tantos errores en las decisiones a lo largo de nuestras alocadas -y a veces irracionales- vidas. Mejor ya no leeré a Sagan y seguiré disculpando yerros, los míos y los de mi especie, sin abrumarme con las posibilidades de la cabeza humana. Preferible la humildad y sentirme un poco tonto frente al tamaño de mis absurdos.