Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

De tarántulas y bombones

Fecha: 7 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Vi un programa en el canal Theater Discovery sobre Orlando, un niño de la etnia yanomami, nativa de la selva amazónica venezolana. Casi jugando, Orlando se adentró en la espesura en compañía de otro niño y una niña. Allí la pequeña pandilla localizó, atrapó, inmovilizó y mató a unas tarántulas Goliat, monstruos del tamaño de un plato. Son tarántulas de mordedura dolorosa y peligrosa, pero dominarlas fue algo fácil: un juego de niños, claro. Después las asaron en un improvisado fuego, como si fueran bombones y las devoraron con apetito. Orlando dijo que son deliciosas. No lo sé, tampoco deseo probarlas, pero al ver actuar a esos simpáticos niños confirmo que el ser humano es la especie más peligrosa sobre la Tierra. Orlando tiene, como sus amigos, muy pocos años y una frágil apariencia. No poseen largos colmillos, ni gran fuerza, ni afiladas garras. Vaya, ni siquiera unos sentidos muy finos. Lo que sí tienen es una cabeza con muchos centímetros cúbicos y una increíble capacidad de adaptación y supervivencia. Descienden de aquel puñado de homínidos que un día bajaron de los árboles, caminaron erguidos y se dispersaron por el mundo, desafiando todos los climas e imponiéndose, en sucesivas batallas, a todos los peligros, a todos los depredadores, a todos los insectos. Es una especie que no se ve muy impresionante, pero sojuzga hasta las más peligrosas. Pobres tarántulas Goliat, reinas de los insectos. Se enfrentaron a milenios de cuidadosa evolución que las convirtieron en fácil bocadillo de unos niños. Su temible apariencia no evita que unos pequeños homínidos las consideren simples golosinas. Deberían intentar un sabor más amargo: ser más repulsivas y menos apetitosas. Quizás en algunos milenios lo consigan. Mientras tanto Orlando y sus amigos no tienen prisa. Las seguirán devorando con apetito y travesura

De cómo leyendo a Freud llegué a la flojera

Fecha: 1 de julio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Freud, en su artículo “Sobre la dinámica de la transferencia”, de 1912, decía que los seres humanos se oponen al modo complejo en que está plasmada la realidad, contentándose con explicaciones simples, fundadas en un único factor causal. La afirmación forma parte de la primera nota al pie de página de su artículo, pero no cabe duda que los grandes sueltan ideas maravillosas con facilidad, así sea un breve apunte para encadenar otras reflexiones.

Durante un buen rato esa afirmación, en apariencia tan sencilla, me inspiró a la reflexión. En efecto, es una necesidad humana, casi un hábito, la simplificación de la realidad para explicarla en términos sencillos. Tal hábito puede generar tranquilidad en nuestra mente, pero no deja de ser una visión estrecha frente a la riqueza de la misma realidad.

De esa forma, nos contentamos con decir: “esto es así por esto y punto” y reaccionamos con enojo, incluso con violencia, si percibimos que algún latoso intenta complicarnos la vida con explicaciones más anchas y menos estrechas que aquellas que ya aceptamos. Es como si defendiéramos nuestro derecho a simplificar al mundo, incluso a embrutecerlo, evitando su riqueza y diversidad.

Detrás de esa comodidad mental se esconden muchas de las terribles tentaciones humanas por imponer un único punto de vista, el más obvio y simple, negando validez a la opinión de los demás. Eso ocurre en materia de ciencia, religión, política y economía, pero también en territorios más cercanos a la vida de todos los días, como las disensiones en una familia, en un espacio laboral o en el aula.

Los que atacaron con vehemencia a Einstein, negando sus aportaciones y sosteniendo el dogma de Newton, son muy similares a quienes se reían de Freud al sostener el papel de la sexualidad desde la infancia y no hay una gran distancia entre ellos y el rabioso inquisidor del medioevo o el talibán de nuestros días.

Por eso, cuando veo a alguien que defiende con vehemencia una idea, un punto de vista, una doctrina, una creencia o una perspectiva, no lo juzgo como un ser de convicciones, ni siquiera como un idealista o un soberbio. Ni siquiera, en el peor de los casos, como un fanático. Para mí es, antes que todo, un flojo, un holgazán, un ser de comodidades: alguien que no quiere pensar un poco más en lo complejo de la realidad y prefiere acomodar su cabeza en una mullida pero estrecha almohada, donde nadie vendrá a molestarlo con otros puntos de vista.

Con esa percepción sobre la holgazanería mental y las máscaras que adopta, es menos agobiante intentar comprender los empecinamientos de los ortodoxos, las insistencias de los obsesivos, los viscerales odios de los fanáticos, la rabia de los intolerantes y hasta los macabros delirios de los fundamentalistas (ésos que quisieran destruir al mundo con tal de lograr el ansiado triunfo de su retorcida fe). No existen complejidades al respecto. Son pura flojera y nada más.

Pero, ahora que lo pienso, quizás yo mismo me estoy volviendo flojo para pensar y trato de juzgar a los necios sólo por su flojera, siendo que quizás pueda explicarse su comportamiento desde otras perspectivas. Podría ser, pero me da mucha flojera pensarlos de forma distinta.

Freud tiene razón después de todo. Vayamos a flojear y olvidemos este texto.

El caos y el sabroso descalabro

Fecha: 30 de junio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Dice Saramago en El hombre duplicado, que “el caos es un orden por descifrar”. Estoy de acuerdo, pero yo sostengo que el caos es también una oportunidad para divertirse. Me explico, si nuestro acontecer estuviera marcado por reglas conocidas con anticipación todo sería un poco rígido y mecánico. Sabríamos que de hacer esto generaremos lo otro y que de tal acción ocurrirá cierta reacción. De igual forma, tendríamos la certeza de que al dejar de hacer algo también vendrían algunas incómodas consecuencias, lo cual no es tan malo en sí mismo. Antes se le llamaba magia a esa sabrosa sensación de arrojar una piedra y ver lo que ocurriría cuando cayera en la cabeza de alguien. Algunos saldrían lastimados, estoy de acuerdo, pero encontraríamos algunas cabezas duras que soportarían eso y otras cosas sin mayor problema y quizás hasta los volveríamos nuestros líderes (no estoy seguro que exista esta teoría en la historia del liderazgo. Revisaré a Weber por si ya opinó algo al respecto). En cambio, a fuerza de repetir la travesura le quitamos la magia al asunto y hasta terminamos prohibiendo y penalizando los descalabros. Dicho sea con otras palabras: al ignorar algo hacemos lo que queremos con la curiosa expectativa de lo que podrá ocurrir y no tememos, desde antes, el justo castigo o las amargas consecuencias por nuestros yerros. Es cierto, descifrando el orden sabemos lo que puede ser bueno o malo y conducirnos con cierta rectitud por los caminos de la vida, pero eso termina por ser un poco fastidioso. Nada mal contar con algunas zonas de caos mientras tomamos algunas decisiones. Es como tener la aventura al alcance de la mano y volver a sentir la emoción primigenia de arrojar una piedra para ver qué es lo pasa en ese estanque que llamamos vida. Bueno, eso digo yo. Seguiré leyendo a Saramago para saber lo que opina.

Llamadas gratuitas

Fecha: 30 de junio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Cuando fui a estudiar a la Ciudad de México visité a un par de estimados amigos, mayores que yo, que colaboraban como director y subdirector de cierta área de la Secretaría de Gobernación. Tenian sus oficinas en el viejo Palacio de Cobián, sede de esa importante Secretaría. Mi intención era saludarlos y quizás encontrar algún empleo.No pudieron ofrecerme trabajo, pero sabiendo que era de Colima me dijeron: «cuando andes por aquí pasa a la oficina para que llames a tu tierra y te ahorres la larga distancia». De inmediato le dieron instrucciones al personal para que cuando llegara por allí, aun cuando no estuvieran ellos, me permiteran pasar a la sala de juntas a llamar por teléfono. Agradecí mucho la deferencia y la aproveché siempre que pude. Por esa época trataba de estar en el centro de la Ciudad siempre que podía, a pesar de que vivía en el sur, pues en el centro ocurría lo que me gustaba: las sesiones del Senado donde escuchaba fascinado los debates de Porfirio Muñoz Ledo; las protestas en el Zócalo, donde me gustaba confundirme con los manifestantes para palpar el ambiente; la librería Porrúa y las «librerías de viejo» donde dilapidaba todo el dinero que llegaba a mis manos y por supuesto los viejos rumbos de Bucareli, que huelen a política, un olor que me fascina. No falté, tampoco, a las sesiones de una reforma política, que encabezaba don Fernando Gutiérrez Barrios, una personalidad fascinante. Así que una vez por mes, más o menos, llegaba a Gobernación y pasaba a las oficinas donde me daban acceso. Los emplados me instalaban en la sala de juntas y llamaba por teléfono a saludar a mi madre y mi padre. Todo en orden. Eso lo hice por varios meses. Un día llegué y estaban otras personas en las oficinas. Me preguntaron lo que deseaba y les dije que sólo pasaba a llamar por teléfono, que el director y el subdirector del área me autorizaban a hacer unas llamadas de vez en cuando, Me dijeron que adelante. Así seguí por un buen tiempo sin contratiempo alguno. Una vez, meses después, se me ocurrió pasar a saludar a alguno de mis amigos. Pregunté por ellos a una secretaria que tecleaba con alegría por alli (aún no se generalizaba el uso de las computadoras en las oficinas y las pocas que había coexistían con las máquinas Olivetti). La secretaría me miró extrañada. Me dijo: «no, esos licenciados ya no trabajan aquí, salieron hace casi ocho meses». Me sentí desconcertado, pero disimulé y salí de alli con una disculpa elegante. Quiere decir que seguí llamando por teléfono de una oficina donde nadie me conocía y sólo me dejaban entrar por la fuerza de la costumbre. Parece raro pero sucedía mucho en Gobernación. Alguien hacía algo y se le dejaba hacer, suponiendo que alguien más lo autorizaba. Era un ambiente un tanto misterioso y extraño. Lo sé porque muchos años despues trabajé alli, en otras circunstancias. De cualquier forma no volví a visitar el viejo palacio durante una buena temporada. Quizás debí seguirlo haciendo. Quizás pude seguir llamando gratis por teléfono durante muchos años. Quizás alguien lo haga en estos momentos, vaya usted a saber.

El cazador que fue soñado cuando murió

Fecha: 21 de junio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Mi padre era ingeniero y maestro universitario, pero su naturaleza íntima era de cazador. Decía que cazar una presa le ayudaba a vivir. Yo no lo entendí hasta leer, años después, el Adriano de Marguerite Yourcenar: «el justo combate entre la inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal comparado con las emboscadas de los hombres (…) ¿Quién sabe? Si he ahorrado mucha sangre humana, quizás sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente, prefería a los hombres». Esos párrafos me ayudaron a comprender esos días y noches en que mi padre se perdía en los cerros, para volver con carne de venado que regaba con tuxca y devoraba con placer. Pero no sólo regresaba con despojos de la montaña: también con historias para contar, a medio camino entre la realidad y el ensueño, como todo buen cazador. Historias que a veces me revelaba por las noches: el ciervo encantado, los ojos de Santa Lucía, la cueva del Campanario, la lumbre del Riego de las Moras, el borrego de la Isla Socorro y otras más que debí anotar en su momento. Pero no sólo cazaba. También gustaba de hurgar en las hendiduras de los montes buscando tesoros escondidos, aventuras a las que a veces me dejaba acompañarlo. Era un experto en viejas historias de cristeros y de las cuevas que usaban para resguardar los frutos de su rapiña. Si, para mi padre y mi abuelo los cristeros eran los bandidos, los que arrebataban ganado y a los que había que rechazar a balazos, así gritaran vivas a Cristo Rey. Quizás por eso en mi familia somos, como decía mi tía Elisa, «descreídos», tendencia que se mantiene (un tanto suavizada, por suerte) en los descendientes. El caso es que me enseñó a disparar y atinarle a las cosas. Uno de sus mayores placeres fue confirmar que no me daban miedo las armas y que lograba presas en movimiento. Pero luego se endurecieron las leyes y crecieron las prohibiciones, lo que ahora celebro, y los cazadores, entre ellos mi padre, colgaron por allí los rifles y se olvidaron poco a poco de los cerros. Solo quedaron las historias que se repetían, aderezadas, en las noches de añoranza. Un día mi padre murió. Quizás fue un poco antes de tiempo, pero tampoco demasiado pronto. Se fue luchando, como era su naturaleza, pero sin amarguras y con las tareas concluidas. Me sentí muy triste durante algunos meses, pero luego seguí en mis propios dilemas. Durante algún tiempo no supe de mi padre. Ni siquiera lo soñé. Dejó todo tan en orden que se fue sin pendiente alguno, así que no me preocupé por eso. Aún así tuve noticias de él. Me encontré con una pariente, cuyo padre, un poco mayor pero más longevo que el mío, fue de sus habituales compañeros de cacería. El señor acababa de morir y di el pésame. La pariente me platicó que, un poco antes de morir, el señor soñó con mi padre. Se lo contó a su hija al día siguiente. Le dijo: «llegó por mí Rubén, traía su rifle y me regañó por andar mortificado por mi enfermedad, que no tuviera miedo, que nos iríamos de cacería al día siguiente, que allí había mucho venado». El señor añadió: «ahora sí me voy a morir». Así fue, pero su despedida fue sosegada. Me alegró lo que me contó aquella pariente. Gracias a eso supe de mi padre y que estaba bien. No puede andar en mal lugar si sigue de cazador, persiguiendo venados por algunos cerros. Trataré de no perder la puntería para cuando vuelva a verlo.