Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Dos adictos

Fecha: 8 de junio de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

El otro día, sentado en un restaurante al aire libre, vi a un muchacho que pedía limosna en la calle. Parecía un adicto. Nadie le daba dinero y no era para menos. Se veía sucio y descuidado. Aún de lejos advertí temblores en sus manos, sin duda por la obligada abstinencia. Me sentí asqueado de este mundo que permite que las drogas arruinen la vida. Para consolarme seguí bebiendo a sorbos mi café y fumando mi cigarro, mientras saboreaba, entre bocado y bocado, un delicioso pastel que rezumba azúcar y cocoa. Es mi ritual vespertino. Sin café, azúcar, chocolate y cigarros comienzo a temblar sin control y me siento fuera de mí. El día que no tenga dinero para adquirirlos me sentaré con ese muchacho y pediré limosna para mis propias adicciones. Mientras tanto lo veo y sigo renegando de este mundo que condena a tantos a la adicción, haciéndolos perder la esperanza.

Una lección involuntaria

Fecha: 19 de mayo de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

En los años 90, apenas concluyendo estudios, tuve la oportunidad de colaborar en la Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, en San Lázaro. Para mi era muy placentero deambular por esos pasillos, participar de alguna forma en comisiones, sentarme a disfrutar las sesiones y escuchar todas las conversaciones que podía, tratando de aprender un poco de política y del funcionamiento institucional. Sé que para muchas personas escuchar debates parlamentarios sería una forma de tortura, pero para mí era todo lo contrario. Me gustaba sentarme y escuchar por horas una discusión. Por desgracia, los buenos debates son escasos y casi todo el tiempo el uso de la tribuna asemeja un diálogo de sordos, donde cada quien dice lo que cree que debe decir sin llegar a conclusión alguna. Una vez, cuando llegaba a una importante sesión donde se discutiría una reforma delicada y controvertida, me encontré a Luis H. Alvarez, que en esa época era, según recuerdo, el Presidente del PAN. Lo acompañaban algunos jóvenes, que quizás serían militantes de su partido. Salían de la sesión relajados y con buen humor. Una joven le preguntó a don Luis: «¿no le preocupa el debate?». Don Luis la miró con su eterna mirada de abuelito y le dijo, según recuerdo, lo siguiente: «claro que no, ya está discutido y acordado, aquí sólo queda el espectáculo». Para mi fue una revelación. Claro, sabía que existían las negociaciones previas entre las cúpulas partidistas y que lo esencial ya estaba acordado antes de pasar a la discusión abierta, pero no es lo mismo escucharlo de forma tan clara y por un protagonista del poder. Después de eso ya no volví a mirar esas discusiones. Me di cuenta que sólo eran los arrebatos desesperados de las fracciones legislativas que habían quedado fuera de los grandes acuerdos, pues la votación se daría de una forma establecida con anticipación. Con el tiempo supe que los mejores debates legislativos se dan, precisamente, cuando los acuerdos se rompen, pero eso ocurre en muy raras ocasiones. Aquella fue una gran lección y me la dio, sin saberlo, ese gran político que fue Luis H. Álvarez. El no lo sabe y ni siquiera me conoció, pero es bueno ser agradecido con quienes nos dan una enseñanza a lo largo de la vida. Gracias don Luis y buen viaje después de tan larga e interesante vida.

Ese amor altanero

Fecha: 17 de mayo de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Cada época tiene sus manías y modas en torno al amor, es cierto, pero también es un asunto de temperamento: para algunos (y algunas) está teñido de súplica e infortunio y para otros (y otras) posee rasgos soberbios o altaneros, sin dejar de ser amor. Incluso sería posible clasificar el alma de un pueblo por el sentido que le otorga al amor. Una rápida revisión de la canción popular mexicana no deja lugar a dudas: para nosotros el amor toma forma lastimera. Es un amor sufrido, injusto, desilusionado, traicionado o imposible. El caso es que tan acostumbrados como estamos, por obra y gracia de nuestra cultura colectiva, a identificar al amor con el dolor, nos parece imposible comprender que existen formas de amar sin debilidades ni sufrimientos. Pensé en eso mientras releía el Enrique V de Shakespeare, una lectura motivada por la revisión de la película homónima de Kenneth Branagh (la he visto unas diez veces y siempre me vuelve a gustar). Allí, el joven Enrique, con las armas victoriosas en la mano después de la histórica batalla de Agincourt, le confiesa su amor a Catalina de Francia. El momento es sublime, pero no por constituir una pieza romántica, sino por reflejar el amor del que gana y espera su justa recompensa. Le dice Enrique: «Si puedes amarme por esto, adelante. Si no, decirte que moriré es verdad, pero por tu amor, lo juro por el Señor, no. Pero sí te amo». Catalina debió levantar la ceja y pelar los ojos. Nada de que si no me amas me suicido o me tiro al vicio y la perdición. Enrique le está diciendo de frente: de acuerdo, eres bonita y eres princesa, pero no es para tanto. Dicho sea con otras palabras: te amo, pero si me respondes con una negativa pues créeme que no pasa a mayores, así que decídete de una vez y a lo que sigue. Nada mal. Creo que a los mexicanos nos hizo falta alguno que otro Enrique como éste (y muchos párrafos literarios así) para equilibrar tanto melodrama de nuestra conciencia. Quizás seríamos un pueblo menos cantor, pero también menos sufrido. Es cierto que todos moriremos, pero no tiene que ser por amor. Enrique V tiene mucho por enseñarnos todavía. Lo olvidaba: para los que tengan curiosidad por lo que pasó después, les diré que la buena de Cata dijo que sí. Supo que ese amor era del bueno, a pesar de que Enrique fuera tan poco dado a los chantajes sentimentales.

Vine a Comala

Fecha: 16 de mayo de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Vine a Comala sin saber a quién buscar. Di vueltas por el jardín pero me equivoqué y fui en el sentido de encuentro con los muchachos solteros, que me vieron con recelo. Para quitarme el susto me atravesé a los portales y bebí unos ponches de Granada. Me sentí mareado (a mi edad no es bueno combinar el alcohol con el azúcar). Para quitarme lo mareado di vueltas al revés por el mismo jardín, pero no aguantaba los murmullos que taladraban mi conciencia exigiendo otro ponche. En algún momento salió una anciana a mi encuentro con el rostro cubierto. Pensé que diría algo aterrador, pero sólo me aconsejó beber un café pues estaba por caerme, así que mejor me fui. Me sentí inseguro para manejar y regresé en taxi a casa. Quizás mañana regrese y sepa entonces lo que busco.

El naranjo de la esquina

Fecha: 5 de mayo de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

De un tiempo a esta parte veo arrugados, lentos y distraídos a quienes conocí de niño. Ellos eran mayores, llevaban libros y libretas bajo el brazo y unos cuantos adoptaban poses de galán. Pero eso ya pasó. Se hicieron viejos los pobres. Es algo preocupante, porque sólo me llevaban unos cuantos años y yo sigo en la fila, pero… ¿qué se puede hacer? Solo esperar el momento y pasar con gallardía, por lo menos dentro de lo razonable. El otro día saludé a uno de ellos. Me preguntó si yo era aquel chiquillo que deambulaba curioso mientras él besaba a su novia, una vecina mía de largos cabellos llamada Yolanda, bajo el naranjo de la esquina. Recordé aquellas escenas, en especial una pues aquella tarde Yolanda se veía magnífica y el naranjo estaba cuajado de azahares. Él intentaba abrazarla y ella lo eludía con una risita a punto de la carcajada. Por alguna extraña razón ese recuerdo está ligado, además de los azahares, a una melodía, «Necesito de alguien como tú», de una cantante que ya no se menciona: Ángela Carrasco. Quizás la escuché de la radio al pasar mientras los veía riendo y abrazándose al pie de aquel árbol rebosante de flores blancas. Pero contuve los recuerdos pues mi interlocutor esperaba y le respondí que sí, que yo era ese niño. Me vio con curiosidad y comentó que había cambiado mucho, que casi no me reconocía. «Quizás no se ve a sí mismo», pensé. Quizás nunca podemos vernos a nosotros mismos y el tiempo se nos queda congelado por dentro mientras por fuera nos desgaja. No quise contradecirlo. Tampoco le pregunté sobre su vida después de Yolanda, pues hay historias que no terminan como deben y la de él, a simple vista, no se veía muy bien llevada. Platicamos un poco de esto y de aquello, sin mucho interés. Antes de despedirse me preguntó por Yolanda. Yo sabia de ella, claro. Un día se despidió de él y eligió otros caminos, quizás mejores, que algún día les contaré, pero no se los pude platicar al hombre que me miraba. Mentí. Le dije que dejé de ver a Yolanda y que no sabía nada de ella. Asintió. Me dijo que tenía un grato recuerdo de ella y de ese barrio. Le dije que yo también. Nos despedimos. Se fue caminando con la tristeza amarrada a los pies. Ni siquiera quise comentarle que ese barrio ya no es lo que fue, que aquel naranjo se secó hace mucho, que ya no brotan los azahares en esa esquina y que se fueron los días felices y despreocupados, como aquellos cuando de niño veía feliz y radiante a Yolanda, antes de que dejara secos tantos sueños en el hombre que se despedía.