Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Síndrome Rocky

Fecha: 29 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una herencia de los años setenta fue una película estupenda: Rocky. Fue escrita por un joven ambicioso, Sylvester Stallone, que inició (como muchos en esa industria) en papeles porno, pero que estaría llamado a convertirse en una de las grandes personalidades cinematográficas del mundo. Recuerdo que vi esa película, algunos años después de su estreno, en el cine Princesa de Colima, ya desaparecido. El guión original, más oscuro y pesimista, se llamó «Paradise Alley» (algo así como Callejón Paraíso) y el joven escritor logró los apoyos necesarios (apenas suficientes) para producir la película y asumir el papel protagónico. La historia de Stallone, aún con los retoques de los productores, es poderosa: un boxeador en prematuro declive, cobrador ocasional y desganado de la mafia, recibe por azar la oportunidad de enfrentarse con el campeón mundial de su división, en una pelea que se considera más un espectáculo que una disputa real por el título. El boxeador callejero, sin embargo, se toma la oportunidad muy en serio. El resto es historia: la película se convirtió en un referente generacional, se volvió una exitosa franquicia (aún muy productiva) y sigue hasta la fecha como un motivo de inspiración para quienes acometen una gran empresa en condiciones de adversidad, tan sólo por ese terco aferrarse a la mínima posibilidad que la vida otorga, de vez en cuando, a los infortunados. Hasta aquí todo bien, pero Rocky dejó algo más, algo casi inadvertido, algo que podemos llamar una distorsión psicológica colectiva. Es tanta la influencia de Rocky que seguimos pensando que con la sola voluntad es posible arrebatarle jirones de éxito al destino. Sospecho, incluso, que la frase «querer es poder», que tantos voluntariosos repiten como pericos, tiene ecos de aquella película (aunque nunca se dijo allí). El problema es el siguiente: pretender que la sola perseverancia vuelve posible lo imposible lleva, la mayor parte de las veces, a un camino de frustración. Los casos de éxito fundados en el solo empeño son mínimos comparados con las grandes oportunidades para el fracaso y el desencanto. A la fecha seguimos padeciendo esa dolencia motivacional, a la que llamo «Síndrome Rocky» y me parece importante identificarla. Cuando alguien me propone algo que considero imposible, o al menos muy complejo como para que resulte exitoso, me gusta decirle lo siguiente: «oye, querer no es poder, no importa cuantas veces te lo hayan dicho, el querer es apenas el primer paso para poder, se hace necesario después mucho trabajo, mucha persistencia, mucha capacidad de aguante frente a la desilusión y mucha suerte». No pretendo desalentar. No por favor. Eso jamás. Solo intento brindar una perspectiva realista de la vida para que los esfuerzos alcancen una recompensa sensata. Lo sé por experiencia propia: yo padecí muchos años ese síndrome y luché contra muchos campeones de peso completo. No me fue muy mal y hasta logré acumular algunos buenos puntos en el boxeo de la vida, pero también aprendí que no es tan fácil ganar. Quisiera que otros como yo (osados y entusiastas) sepan eso sin necesidad de acumular desánimo y sin el riesgo de arrojar la toalla antes de tiempo. Es mejor ganar pequeñas victorias día con día que esperar la gran oportunidad frente al campeón del mundo. Ahora que si la oportunidad llega, pues a tundirle duro al Apollo Creed que les toque. Eso sí les digo: después de los primeros buenos golpes nos damos cuenta que no son tan duros como se pensaba y si no le ganan por lo menos se van a divertir. Se los digo por experiencia. Rocky se los puede decir también.

Dilema plástico

Fecha: 25 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Fui con el cirujano plástico. Me preguntó lo que quería cambiar de mi. Le dije que para comenzar mi rostro duro y las orejas largas que me heredó mi bisabuelo, el duende (esa historia ya la conté una vez). También el color de mis ojos (quisiera tenerlos verdes, como mi madre), mis cachetes, mis párpados papujados, dos tercios de mi cuerpo, dos dedos de cada pie, un talón y unas profundas arrugas que trazan mi asombrada frente. También una cicatriz al lado de mi ceja derecha (fue cuando caí de bruces en el Jardín Libertad, andando en mi triciclo). Otro par de cicatrices de un mal pleito con un experto en la navaja (al otro le fue peor, luego les cuento). No olvidé mi calvicie y propuse también, de ser ello posible, reducir un poco las medidas de mi cabeza prominente (es un poco incómodo no encontrar sombreros de mi talla). Me dijo que era viable. Me dio una cita para mi próxima reencarnación. Me siento emocionado.

De la Fortuna, mientras sé que murió Prince

Fecha: 21 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

El éxito (el gran éxito, el éxito con mayúsculas) es un fenómeno extraño. No tiene nada que ver con el talento. Exige algo más, quizás el amor de una bella deidad pagana llamada Fortuna. Pero la Fortuna toma muchas formas: existe una Fortuna que ama de forma desmedida, como aman las amantes, consumiendo al «afortunado» y existe una Fortuna que ama con medida, cautelosa, con largos plazos. Bob Kane, el creador de Batman, decía que sostenía un romance apasionado con la Fortuna desde que fue joven. Le creo. Su vida fue un continuo disfrutar del éxito, en contraste con los desafortunados creadores de Superman, por ejemplo. El antropólogo Dùmezill hablaba de otra Fortuna, identificada con la deidad romana Mater Matuta (madre del amanecer), que ama como lo hacen las madres, cuidando que al hijo le vaya bien, pero no demasiado bien, para que tenga una vida larga y feliz y no una existencia llena de vértigo y peligro. En fin, lo cierto es que algunas personas, mujeres u hombres, son afortunadas y otras no tanto. Algunos o algunas, con un mínimo esfuerzo, alcanzan altas dignidades y bellas oportunidades, y otras, a pesar de los empeños y los años, no logran ni siquiera un humilde reconocimiento. La Fortuna existe. Lo reconoció el mismo Maquiavelo, que no era muy dado a lo esotérico y tenía una mente fina y calculadora. Quien lo dude que sea bajo su propio riesgo. Recordé a Fortuna cuando vi la nota de la muerte del artista Prince. Un hombre talentoso, innovador e incluso genial. Tocaba varios instrumentos, tenía una gran proyección escénica, una potente voz y bailaba de forma extraordinaria. Quien lo dude que revise en You Tube algunos de sus conciertos y videoclips. Alcanzó un éxito aceptable, incluso envidiable, pero no logró imponerse frente a la fascinación que despertó un hijo típico de la gran Fortuna: Michael Jackson. Por supuesto, no se le puede negar a Jackson su extraordinario talento, pero ese talento también lo tenía Prince. ¿Cuál fue la diferencia entre ambos? Para mi es un ejemplo clásico de la distribución desigual de la Fortuna entre los seres humanos. Aún considerando a Prince un hombre afortunado en muchos sentidos, Michael era un consentido de la Fortuna. Quizás por eso en todo el mundo, sin importar fronteras, idiomas o clases sociales, se seguirá recordando a Michael y sólo un público conocedor honrará la memoria de Prince. La Fortuna hizo que Prince, el talentoso, naciera en la misma era de Michael Jackson, su consentido. Nada puede hacerse al respecto. Es un asunto de las diosas.

Fusiles

Fecha: 17 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Es un vicio intelectual adjudicar a otro lo que alguien hizo o escribió. De vez en vez alguien sale con una idea genial al respecto, que termina como una simple curiosidad. Es el caso de Shakespeare, a quien se le niega la cultura, el conocimiento histórico y geográfico y hasta la capacidad lingüística para ser el autor de sus propias obras. Los extravagantes especulan que pudo ser Francis Bacon, sir Henry Neville o incluso Christopher Marlowe. Hace poco, el historiador francés Christian Duverger salió con la teoría de que no fue el viejo soldado Bernal Díaz del Castillo el autor de la «Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España», sino el propio Hernán Cortés. Tesis interesante que pone en manos del capitán conquistador la narración de sus hechos con el recurso del falso testigo. Interesante, digo, pues sabemos que Cortés fue un hombre instruido, dotado de cultura y animado por cierto aire renacentista. De cualquier forma, yo digo que todo eso es buscar conjeturas sin necesidad y trastornar la historia hasta el absurdo. A final de cuentas, si uno u otro es el autor oficial de algo pues sus razones tendrá la historia para dejarlo así. Alguien así lo decidió y punto, pues honramos las letras, sin importar el puño de carne y hueso que las compuso. Es el caso de Homero. Se duda de su existencia pero lo indudable es que alguien cantó y puso por escrito las leyendas del sitio de Troya y el periplo de Odiseo. Si a ese alguien le llamamos Homero pues no importa. Quizás pudimos llamarle Heráclito o Anaximandro, pero lo esencial es leer la obra y agradecer al que se preocupó de ponerla por escrito. Si seguimos así, más tarde saldrá algún bobalicón a decirnos que fue Sócrates el propio escritor de sus Diálogos, que se los adjudicó a su joven discípulo Platón para evitar el mal gusto de hablar con elogio de sí mismo. Incluso, algún extravagante saldrá un día con el absurdo de que fue el mismo Jesús quien escribió los evangelios, que después copiaron Mateo, Marcos y Lucas, quizás Juan o los supuestos autores de los llamados apócrifos o extracanónicos. En fin, sólo espero que nadie salga algún día, en el lejano futuro, diciendo que no fui yo, sino otro, el que escribió todas mis tonterías y realizó todas mis absurdas hazañas. Reclamo desde este momento la paternidad de lo que soy y lo que hago. Hasta de mis desatinos y desvaríos. Eso sí, ninguna sinvergüenzada es mía. Ésas que las hagan otros

Caifás entre nosotros

Fecha: 11 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

La envidia es una de las emociones terribles del alma. Quizás es natural sentirla un poco, con tantos pretextos en cada paso por la vida: tanta belleza contrastando con nuestra fealdad; tanta riqueza humillando nuestra pobreza; tanta oportunidad en otros mientras sufrimos desventura nosotros; tanto éxito sexual comparado con nuestra ingrata abstinencia y muchos motivos más. Pero la punzada de la envidia debe racionalizarse, moderarse, atemperarse, pues si le damos rienda suelta lleva a lo peor, a lo más oscuro y desagradable de la especie humana, y si el origen de la envidia es ruin (una deficiencia física, real o aparente; una carencia material; un supuesto fracaso en comparación al éxito ajeno, etc.) es peor su manifestación concreta: la difamación, el rumor, el odio y hasta el daño físico a quien se envidia. Sé de algunos que se alegran de ver caer a quienes  fueron sus amigos o que hacen todo lo posible por dañar a otros, que ningún mal les hacían, tan sólo por un placer íntimo y perverso. Sé de mujeres que destruyeron a otras tan sólo por percibir en ella más gracia o atractivo. El caso es que no logramos estudiar y comprender muy bien a la envidia, pero quizás ella explique muchas tragedias, tanto en la historia como en la vida cotidiana. Caifás, por ejemplo, el Sumo Sacerdote que logró del Sanedrín la condena de Jesús, me parece un envidioso que sufría al comprobar el liderazgo carismático que el otro ejercía y que parecía desafiar su autoridad. Caifás parece a la distancia el mismo demonio, enmascarado en el mando religioso y haciendo uso de él con todos los argumentos visibles de la conservación del poder. No puede olvidarse su frase «…conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación». Esta frase, de hecho, es un ejemplo clásico (por desgracia existen muchos) de un interés personal que se hace pasar por un interés social o nacional superior.  ¿Cuántos de nosotros seremos como el mismo Caifás, o incluso como el demonio, lastimando las honras ajenas, alegrándonos de los fracasos de otros, destruyendo la reputación de los demás, mientras nuestra envidia se retuerce en el alma y nos condena a un abismo de condena eterna? Además la envidia se nota, se percibe con facilidad, hasta se huele. Mejor alejarnos de ella, no sea que terminemos malgastando la propia vida deseando para otros lo terrible, lo cual ya de por sí es absurdo (desperdiciar la propia luz intentando apagar otras). No olvidemos, tampoco, el castigo del que nos advierte Dante en el canto Vigésimo Tercero, donde coloca a Caifás, crucificado en el suelo, en la fosa de los hipócritas.