Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Días del futuro pasado…

Fecha: 11 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Los alemanes le dicen «Fernweh» a esa peculiar sensación de sentir nostalgia por un lugar al que nunca fuiste. No existe en nuestro idioma una expresión idéntica. Tendríamos que componerla en una frase, por ejemplo: «añoranza de lo desconocido» o «nostalgia de lo no vivido». De cualquier forma lo entendemos: se trata de un desconocimiento físico, pero no espiritual. Por ejemplo, yo añoro Florencia sin recorrerla aún con mis pasos. La añoro por mis lecturas del Renacimiento, por Maquiavelo y Guicciardini, incluso por Stendhal. Cada año la extraño más y no la veo todavía con mis ojos. Pero existen otras añoranzas que aún no tienen nombre: esos recuerdos que son anticipaciones o… ¿Cómo decirlo? Quizás como proyecciones del hoy hacia un mañana que será posterior a una gran vivencia. Por ejemplo: añoro lo que diré en mis memorias cuando todo termine, lo que responderé a un nieto o una nieta cuando me pregunte por lo que hice, lo que explicaré a un lector futuro cuando me pida le ayude a esclarecer un párrafo oscuro de la obra que aún no escribo. Creo que también extrañaré las pasiones salvajes que todavía no disfruto a plenitud, como la venganza. Eso sí, espero jamás sentir esa nostalgia desdichada que algunos sienten no por lo vivido, sino por lo deseado y nunca realizado. No quiero saber ni cómo se dice eso, ni en este idioma, ni en alemán, ni en cualquier otro. Mejor que nadie invente esa palabra y si la inventa, que mejor se la guarde sin decírmela.

El ataque de los pájaros

Fecha: 8 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Durante el gobierno interino trabajaba hasta muy tarde en mis oficinas de la Secretaría de Desarrollo Social, en el tercer piso de uno de los edificios del Complejo Administrativo. En ese Complejo pocas oficinas se mantienen activas y el lugar se mira desolado al oscurecer. Sólo quedan los adormilados guardias de seguridad y débiles luces brotan de los edificios. Una noche me di cuenta que tenía un problema con unos archivos de la computadora y me atreví a llamarle a Héctor Guedea para que me asesorara. Héctor me respondió animoso y, como no pude resolver el problema con las instrucciones por teléfono, se ofreció a visitarme para resolverlo. Llegó un rato después, me resolvió el problema (todos deberíamos tener un experto en computadoras en casa, en estos tiempos son casi más útiles que los médicos) y después de charlar un rato comencé a apagar todo para ir a descansar. Yo sabía que por la noche miles de pajaritos hacen del gran domo del Complejo su madriguera. Es un espectáculo fascinante pero con efectos aterradores. Los pájaros suelen ser bellos cuando no pasan de una suave parvada, pero en cantidades bíblicas son capaces de arruinar la mejor arquitectura. Por la mañana, cuando todos se reintegran a sus labores, se aprecian los restos de la gigantesca invasión. Hay quienes se vomitan al recibir el denso aroma añejado desde el crepúsculo hasta el amanecer, mientras las salpicaduras colorean el piso de la explanada. Es tan profundo el daño que ni el esfuerzo estoico de los responsables de la limpieza logra suavizar el hedor en el ambiente. Por supuesto, no es recomendable (a menos que se use una sólida sombrilla) pasear despreocupado por esa explanada cuando cae la noche. Lo mejor es correr y aún así se corre el riesgo de recibir acuosos impactos desde las alturas. Todo eso ya lo sabia, pero lo que ignoraba es que las puertas de acceso a las oficinas deben permanecer cerradas y ese noche quedaron abiertas. Lo supe muy tarde. Cuando Héctor, Edgar (colaborador mío en ese tiempo) y yo salíamos descubrimos que una docena de pájaros revoloteaban por la recepción de las oficinas. No quisimos dejarlos adentro, aún cuando hubiera sido lo más fácil. Nos aterraba la idea de abandonar a esos pequeños en una oficina oscura, sin posibilidad de salir a buscar el sol del amanecer. Abrimos bien las puertas y tratamos de sacarlos. Armados de periódicos hicimos todo el barullo posible para espantarlos y dirigirlos a la salida. Los pájaros revoloteaban en todas direcciones menos hacia las puertas. Por fin nos ubicamos estratégicamente y tratamos de orientarlos. Pasaba el tiempo, se agotaban los brazos y se arruinaban las gargantas con los gritos, pero los pájaros salían a cuentagotas. En uno de tantos intentos hasta unas plumas me cayeron en la boca, lo cual me dio un asco terrible. Me imaginé que miles de gorupos anidarían entre mis muelas. El caso es que por fin salió la mayoría de los tercos alados. Sólo quedó un pájaro aterrado en una esquina, pero Héctor logró atraparlo con un trapo y lo soltó afuera, donde revoloteó feliz. Por fin cerramos las puertas y nos fuimos. Esa noche al llegar a mi casa hice gárgaras con isodine hasta casi desfallecer y me lavé los dientes varias veces hasta con jabón. Aún así soñé que me brotaban plumas en las encías. Sigo sintiendo dolor en ellas cuando alguien habla de las «alas de la libertad» o alguna tontería por el estilo.

Aditamentos

Fecha: 7 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Cada cosa tiene su propio sentido evolutivo, su propia mirada y su propio andar hacia el futuro. No podría ser de otra forma. Esas cosas son criaturas nuestras y como tal, al diseñarlas les otorgamos algo de lo que somos o lo que fuimos. Siendo sujetos evolutivos, seres de tiempo, nuestras obras se nos parecen y evolucionan también. Claro, lo hacen sin seguir un camino lineal. Como el nuestro, el suyo también está hecho de rutas sinuosas que llevan a callejones sin salida, a terracerías, brechas intransitables y recodos de peligro, hasta que de tanto dar bastonazos de ciego nos regresamos, acumulamos energía, reiniciamos y volvemos a intentar el acierto. Pensé en eso cuando vi mi celular y recordé el primero que usé, casi un ladrillo y no es exageración, cuando comencé a trabajar. Por esos años estuvo de moda una canción de Los Tigres del Norte, que me quedaba que ni mandada a hacer. ¿La recuerdan? Decía que al principio nos sentíamos importantes con el dichoso celular, casi como romanos de la antigüedad, hasta que luego el jefe no nos dejaba escondernos en ningún lugar. Después llegaron otros celulares de distinto tamaño y forma. Recuerdo cuando era un gran avance incorporar la agenda de números conocidos al aparato, lo cual ya es usual, incluso obligatorio en nuestros días. También pasé por los víper (pues era inevitable cargar con ambos, el víper y el celular, uno para recibir mensajes, el otro para reportarse) y las palm, que hoy nadie recuerda (una especie de agendas electrónicas, un tanto torpes, pero que todo mundo quería traer), hasta que llegaron los dispositivos que nos permitieron acceder al video, las peliculas, los correos electrónicos y las redes sociales. Antes eran caros, un verdadero lujo. Hoy son casi un accesorio básico, sin distinción de edad o clase social (si acaso cambia un poco su moda inherente, para que los «fijados» se entretengan, pero las funciones son las mismas). Así, podemos llegar a cualquier comunidad del estado y ver, por ejemplo, a un hombre de edad madura, a caballo, hablando con sus amigos o con su mujer por celular. Esa misma escena la vi, hace pocos años, en una comunidad chamula de Chiapas. El caso es que esas cosas están evolucionando con nosotros. En fin, ya no sé ni lo que digo. Quizás mi celular me quiso decir algo y aquí estoy tratando de repetirlo…

Ideas que terminan mías

Fecha: 7 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Alguien soltó al irse una idea tardía. Lo alcancé y le pedí que se la llevara. No la quiso. Me dijo que me la dejaba, que hiciera con ella lo que quisiera, que ni falta le hacía. Regresé abatido. No me gustan las ideas ajenas. Me siento un ladrón y no soy bueno con los fusiles. La dejé por allí, sobre el escritorio, pero no se estaba quieta. Saltaba y sonreía para que la mirara. Cuando lo conseguía me hacía gestos de ternura, como si fuera una huérfana en busca de cariño. Me desesperé y la guardé en un cajón vacío, pero al poco rato escuché sus sollozos y la rescaté del olvido. No quise usarla, pero a la vez me seguía dando pena, así que la guardé en otro cajón, en aquél donde guardo las ideas propias que no maduran todavía, las que aguardan un mejor momento, las que no tienen prisa. Allí pareció quedarse cómoda. Por lo menos podría platicar con otras como ella. Quizás con los años las ideas allí guardadas se confundan, se crucen y tengan descendencia. Quizás cuando las saque un día sean otras y sean, por fin, mías… O quizás se me olvide que alguien las dejó por allí y entonces no me dará vergüenza arrojarlas por mi boca.

Sicomoros

Fecha: 7 de abril de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

En secundaria leía mucho, pero no de la escuela, lecturas mías. Historia y ciencia ficción, en especial, pero también un poco de todo. Cuando aparecía algo que no entendía (una palabra, un nombre, una región, alguna referencia) hacia notas cuidadosas y después las resolvía en una visita a la biblioteca. A veces se me acumulaban y la lista se hacía enorme. Recordé eso hoy, pues leía algo de historia de la tierra de Canaán (no era la Biblia, aclaro, sino un texto de Paul Johnson) y tropecé con Amós, un escritor del siglo VIII a.C. Amós era, además de inquisitivo, dotado de preocupación social y hasta profético, un «cultivador de sicomoros». Sé que el dichoso sicomoro es un árbol que da frutos comestibles, pero lo que me intrigaba era averiguar algo del sabor de tales frutos. Hace años habría anotado por allí la duda y hecho un esfuerzo por resolverla en dilatadas consultas. Ahora sólo tomé mi teléfono celular y anoté en el buscador «¿a qué sabe el fruto del sicomoro?» La respuesta fue que es un fruto similar al higo pero mucho menos apetitoso, más insípido. Vaya, puedo hacerme una idea del asunto y seguir leyendo sin pendientes. Bendita época la que me tocó vivir. Doy gracias por ello. Por cierto, cuando alguien tenga por allí un puñado de frutos del sicomoro invíteme uno. No estaría de más probarlo.