Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

De un gato y de un largo adiós…

Fecha: 12 de julio de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Una de mis novelas favoritas es El largo adiós, de Raymond Chandler. De forma injusta se le encasilló en el género policiaco, pero en realidad es una obra profunda, que también puede ser leída como un relato nostálgico, como una oda a la amistad, como un texto costumbrista (Los Ángeles, en las primeras décadas del siglo XX), como una exploración de las tensiones del talento asociado al alcoholismo (quizás autobiográfico), como una indagación de la psicología del éxito y el fracaso, en fin.
 
Es una lectura fascinante y recurro a ella, a intervalos, desde hace muchos años. Chandler era, además, un virtuoso que creó arte con el pretexto de la novela negra, a la que llevó a la cúspide, junto con Dashiell Hammett.
 
Ambos, Chandler y Hammett, fueron hombres tortuosos salpicados por el genio literario.
 
Este preámbulo me sirve para presumirles que por fin pude ver la única adaptación cinematográfica de esta novela. Se trata de The Long Goodbye, de 1973, dirigida por Robert Altman, con la actuación protagónica de Elliot Gould como el detective Philip Marlowe. Gould, por cierto, está que ni mandado hacer para ese papel, pues da el tipo exacto como uno puede imaginarse al gran detective ficticio de Chandler. Debo señalar que el mismo Chandler no estaría de acuerdo, pues él imaginaba a Marlowe interpretado por Cary Grant.
 
La película es muy buena, pero no es fiel al texto que la inspira. Lo más destacado de ella es la magnífica actuación de un gato, en las primeras escenas, que resulta memorable. Un gato que despierta al detective, que no se deja engatusar por él cuando se trata de su comida favorita, que brinca y araña cuando debe hacerlo. Desde mi perspectiva es la mejor actuación de un gato en toda la historia del cine, superando por mucho al gato acariciado por Don Corleone en las primeras escenas de El Padrino (The Godfather, 1972). Además, la película destaca por escenas cotidianas donde participan animales de una forma o de otra, lo cual es un reconocimiento a la visión divertida del director, que a lo largo de su trayectoria probó ser uno de los más originales del siglo XX. Por cierto, en la película aparece por allí, en un oscuro papel, el joven Arnold Schwarzenegger.
 
Pero la película me dejó vacío. Me habría gustado una mejor adaptación de esa obra maestra de la literatura. Si yo fuera director emprendería ese reto intentando reflejar la tristeza de los protagonistas, Philip Marlowe y Terry Lennox, atrapados por fuerzas que los superan y conservando, de cualquier forma, una extraña dignidad. Intentaría, también, recuperar el tono cansado y desilusionado de los personajes y la mirada nostálgica hacia el sur. Intentaría, además, hacer un homenaje a la amistad. Me daría vuelo, en fin, retratando la personalidad del escritor alcohólico Roger Wade y mi cámara se deleitaría en la turgente belleza de Eileen, que también es un personaje triste (es una obra donde abunda la tristeza en todas sus formas).
 
En fin, en mi siguiente vida dejaré a la actividad institucional y me iré a trabajar a Hollywood. He dicho.
 
Mientras tanto basta de apuntes cinematográficos y literarios que debo seguir lidiando con los retos del momento, que también son fascinantes y que dan, sin duda, para una novela.

Consejos…

Fecha: 28 de mayo de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Todo consejo es fascista.

La frase es del maestro José Muñoz Cota y pude recuperarla gracias a mi estimado condiscípulo Everardo García Ortiz.

Coincido. Cuando se aconseja se asume una posición de superioridad, de cosa sabida, de predominio.

Es algo difícil de comprender en un primer instante, pues se nos enseña a valorar el consejo como algo dotado de sabiduría. No es así. El que aconseja no es sabio necesariamente, sólo cree serlo y supone, al mismo tiempo, que el otro, el que escucha, es incapaz de tomar sus propias decisiones, de elegir lo prudente entre alternativas, de llegar a las mejores conclusiones.

Entonces, el que aconseja se supone situado en un peldaño superior, mientras le habla en tono condescendiente al otro, al que supone ubicado peldaños abajo.

La psicología coincide con este supuesto: un verdadero psicólogo no aconseja, pues sabe que eso no ayuda al paciente. En lugar de aconsejar el psicólogo ilumina rincones oscuros para que el paciente encuentre sus propias respuestas o brinda el apoyo para transitar por un suelo firme, que evite los resbalones, mientras el paciente busca su propio camino.

El tema es coincidente, también, en las políticas públicas. Si queremos una política exitosa no podemos «pontificar» con ella, pues ello viola el principio de libertad en el pacto social. Por ejemplo, no podemos decir: «tienes que hacer deporte». Eso es un imperativo desagradable, aunque tenga un buen propósito. Lo que debería decirse es: «mira, hacer deporte es muy sano, te sirve mucho en la vida y, si gustas, aquí tenemos estos espacios deportivos para que puedas usarlos». No es lo mismo imponer que invitar.

Cuando «pontificamos» le decimos a los demás lo que «deben» hacer y en realidad los estamos ofendiendo, pues les suponemos abajo de nuestra inteligencia, de nuestra experiencia o de cualquier tipo de engañosa superioridad.

En cambio, el verdadero amigo no aconseja: ofrece ejemplos y alternativas para que el otro decida.

Por eso vuelvo a mi maestro: dar consejos nos acerca a la soberbia, la superioridad y al fascismo. En cambio, compartir ideas, propósitos y experiencias puede ser un ejercicio igualitario.

Los anhelantes del fin del mundo

Fecha: 27 de mayo de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Algunos se deleitan en las profecías terribles. Parecen repetirlas con deleite. Las paladean incluso. Dicen: «viene el fin del mundo», «tal día llegarán seres del más allá a destrozar todas las puertas», «vendrá un asteroide que destruirá a la Tierra», «el fin está cerca», «ya se están viendo las señales», «arrepiéntanse», en fin. Entonces, cuando de verdad llega algo pavoroso, como la pandemia viral de hoy, hasta se frotan las manos.
 
Ese afán de que todo quede destruido quizás sea un reflejo de la propia conciencia, pues cuando alguien tiene una vida ruinosa y estéril quisiera que todo acabara de una vez y para todos, pues es la forma de decir: «aunque los demás tengan una buena vida y sean más felices o exitosos que yo, también morirán».
 
Es como el deseo de arruinar la fiesta, para que nadie se quede allí, divirtiéndose, cuando nos vayamos nosotros.
 
En otras palabras, los deseos del fin del mundo son un reflejo de una crisis personal, de los vicios que brotan en el ocio y de la propia ceguera.
 
Por eso, cuando el mundo sigue su marcha, indiferente a esas voces apocalípticas, los delirantes vuelven a sumergirse en otra fantasía aterradora, la que sea, con tal de escapar a la tristeza de una vida vacía, mientras llega su propio y anhelado final.

De amor y de olvido

Fecha: 26 de mayo de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Bella película «State of Grace», dirigida por Phil Joanou. La disfruté por primera vez en 1990 o 91. Un elenco impresionante: Sean Penn (todavía con cara de muchacho), Ed Harris, el magnífico Gary Oldman, John Turturro, la siempre hermosa Robin Wright (la recordarán por el personaje de Claire Underwwod, de la serie House of Cards) y muchos más.
 
Por allí aparece, también, Burgess Meredith, recordado por las películas de Rocky y un actor duro, Joe Viterelli, felizmente atrapado en los papeles de mafioso italiano, que le venían de maravilla. La música es del legendario Ennio Morricone, pero aquí no logró algo memorable.
 
Ayer volví a esa magnífica cinta y recordé una frase maravillosa que brota allí. Uno de los protagonistas, Frankie Flannery (Ed Harris), líder de una banda irlandesa, se la dice al joven Terry Noonan (Penn): «ah sí, mujeres, hay que casarse con ellas para olvidarlas».
 
La frase me dejó impactado hace casi treinta años y lo mismo me sucedió ayer. Si se deja de lado el género el mensaje es el mismo: hombres y mujeres recuerdan al primer amor como algo inolvidable, puro, lleno de significado.
 
Se trata de amores fugaces que pocas veces se prolongan en la vida y quedan allí, petrificados, pero siempre evocados.
 
Esos amores resultan casi imposibles: los protagonistas son muy jóvenes y la vida se vuelve complicada. Entonces las parejas se dispersan, dejando en el pasado un amor iniciático que se agiganta con el recuerdo.
 
Pero si las parejas se unen y se conservan el destino es distinto. Algunas veces el amor persiste, pero en otras llegan los problemas, los conflictos, las luchas por cumplir o no cumplir los respectivos destinos.
 
La vida es dura con el amor: la convivencia agrieta las pasiones, se vuelven tan visibles los defectos y muy evidentes los límites personales, hasta que, con los años, se olvida a la pareja que está siempre allí.
 
Por eso cobra sentido aquella frase a la vez irónica y amarga: “hay que casarse con ellas (o con ellos) para olvidarlas (olvidarlos)”.
 
Quizás no siempre sea así, estoy de acuerdo, pero la frase tiene sentido mientras la desgajo en la oscuridad de mi habitación y recuerdo todo lo que alguna vez fue inolvidable.

Cosa de ladrones

Fecha: 19 de mayo de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
En una época fui aficionado a la historia antigua. Los romanos, en especial, me parecían fascinantes. Cada capítulo de su historia reflejaba emoción y brío. Eran bravos y solían ser heroicos en la adversidad, como ocurrió cuando enfrentaron enemigos que estuvieron a punto de extinguirlos. Pero tenían una extraña característica: todo su ser parecía orientado hacia el hurto. Llegaban a un lugar y lo sometían, sea por la fuerza o la negociación. Después de eso engullían a esos pueblos y les robaban no sólo sus recursos, sino hasta su mismo ser nacional. Devoraban incluso a las religiones extranjeras y a los mismos dioses y diosas de cada pueblo sometido, transfigurándolos en deidades propias.
Hegel, en sus apuntes sobre filosofía de la historia, los definió como ladrones. Sí, desde sus balbuceos como nación fueron una gavilla de cuatreros y asaltantes de caminos que no dudaron en robar hasta a las mujeres de sus vecinos para constituirse como pueblo (el famoso «Rapto de las Sabinas» es un mito lleno de contenido). Pero era un robo con retribución: los romanos acumulaban poder pero devolvían instituciones, derecho, orden político y paz. A los principales de cada lugar los hacían ciudadanos y partícipes del poder romano. Cada pueblo bárbaro sojuzgado se convertía, con el paso del tiempo, en una ciudad ordenada. Al conquistar, los romanos iluminaban con la luz de la historia.
Quizás esa forma de latrocinio no fuera tan mala. ¿Será acaso posible que el ladrón sea un instrumento de civilización? Es posible. Una forma que asume el ingenio humano es la sustracción del conocimiento del otro para aplicarlo y mejorarlo. Desde que surgimos como especie hemos hurtado lo que hacen los demás para usarlo en nuestro beneficio. Así ocurrió con el poder sobre el fuego, con las técnicas de alfarería, con la doma de animales, con el cultivo de granos, con el uso progresivo de materiales y con muchas cosas más. El plagio, tan usual hoy en los ámbitos literario, científico y académico, es tan antiguo como el surgimiento de nuestra especie.
Quizás por eso los ladrones sean tan apreciados por la literatura y el imaginario popular. Allí está Robin Hood, Fantomas, Raffes, Arsenio Lupin, Rocambole, Simón Templar. En los superhéroes aparecen grandes ladrones, como Scott Lang (Ant-Man) y los encontramos hasta en las historietas de Disney (Superpato y Los Chicos Malos)
No deberíamos ir muy lejos para mirar la fascinación colectiva que suscitan los bandidos de nuestro tiempo que asumen la forma de traficantes. Abundan las series sobre ellos.
Una vez, el mafioso neoyorquino Frank Costello, quien fue conocido por sus dotes de persuasión y su habilidad para influir en políticos y funcionarios, dijo algo bastante interesante (lo cito de memoria, pues no encuentro el referente en este momento): “lo que soy es un ladrón, a lo largo de mi vida robé todo lo que me agradaba, por ejemplo, si veía a alguien que fumaba el cigarro con un estilo elegante pues le robaba ese estilo”.
Creo que si lo vemos de esa forma todos hemos sido ladrones alguna vez. Por lo menos ladrones de algún estilo elegante, de una frase peculiar, de una mirada oportuna.