Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

Callar y escuchar

Fecha: 15 de mayo de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Leí en un bello libro de Gay Talese que entre los hombres mejor informados de Nueva York están los ascensoristas y los porteros, que rara vez conversan porque siempre están a la escucha.
A nosotros, los colimenses, el párrafo de Talese nos puede parecer extraño, pues aquí no existe el oficio de ascensorista y de hecho tenemos muy pocos ascensores (elevadores, pues). Cuando fui niño, el único que existía estaba en La Colimense, una tienda de ropa de la calle Madero, donde poco me subí porque mi abuela y mi madre decían que «se atoraba». El oficio de portero tampoco existe, pues no tenemos edificios y menos de esos edificios con elegantes pórticos donde un atildado portero abre la puerta del vehículo, extiende el paraguas y brinda el paso hacia el vestíbulo.
Vuelvo a las historias del ayer: sólo recuerdo un edificio en Colima, el Cázares, donde solían vivir algunas personas (hasta fui a una fiesta por allí, a finales de los años ochenta, con Efrén Cárdenas, Topiltzin Ochoa, Rabí Hernández y Gregorio Iván Preciado, pero de eso platicaré cuando esté viejo), pero nada de pórtico y menos de atildado portero al entrar. Por cierto, con un sismo (de ésos tan duros que se dan por aquí) el citado inmueble quedó dañado y debieron rebanarle algunos pisos hasta dejarlo chaparrito, pero eso es otra historia.
Nota: si existen porteros, pero de los que cuidan la portería en los partidos de fut local, pero eso también es otra historia.
En fin, volvamos a Nueva York. Dice Talese que un portero del restaurante Sardi´s puede predecir con exactitud qué espectáculos recién estrenados fracasarán o serán un éxito tan sólo por escuchar a los comensales. No lo dudo. Es una cualidad saber escuchar y el que escucha puede construir una imagen bastante cercana a la realidad. Virtud sin duda, pero poco llevada a la práctica.
Si escucháramos más y habláramos menos todo nos funcionaría un poco mejor. He visto a lo largo de los años muchos malos momentos por causa del habla irreflexiva. Escuchar es más seguro, coincido, pero tampoco se debe abusar del silencio.
Se atribuye a Mark Twain (el autor de personajes inolvidables como Huckleberry Finn y Tom Sawyer) la frase que dice: «Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda». No me parece una frase grata. De hecho, sobrepasa la agudeza para llegar a lo mordaz. Podrá ser cierta, claro, pero ni siquiera estoy seguro de que sea obra de Twain. El único referente que tengo es algún sitio de internet, lo cual es decir mucho y a la vez muy poco, pues en la red circula mucha basura y miles de falsas frases sin asidero con la realidad.
De hecho, me atrevo a contradecir la frase (perdón a Twain si a final resulta de él), pues a lo largo de mi vida laboral y profesional, casi siempre en instituciones públicas, descubrí que se mira con sospecha al que siempre calla. De hecho, es raro que alguien pueda decir: “mira, aquél que calla no debe ser tan estúpido”, así que la frase de Twain me sigue pareciendo insulsa.
Diré más: en los ámbitos de decisión se valora cuando alguien dice algo de forma oportuna y se arriesga a emitir su opinión. Podrá equivocarse un poco, claro, pero se tiende a valorar la solidaridad, la aportación, las ganas de formar parte de una iniciativa.
En cambio, el callado parece que escucha para informar en otro lugar (como si fuera un espía o un “oreja”, pues), parece estar atento a los errores de otros para dar un zarpazo traicionero, parece sentirse más inteligente o astuto que los demás y, por todo ello, parece dar más desconfianza que buena valoración.
Sí, sucede que también los silencios retumban. Por eso no creo que sea bueno escuchar y callar tanto, a menos, claro, que uno sea ascensorista o portero en Nueva York.
Gay Talese, sin duda, estará de acuerdo conmigo.

 

Enfermería, el auténtico humanismo

Fecha: 12 de mayo de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Quizás no apreciaremos el profundo sentido humanista de enfermeras y enfermeros hasta enfrentar una grave circunstancia que afecte nuestra salud. Yo, a Dios gracias, no la experimento aún, pero tuve la desgracia de acompañar a mi esposa en una enfermedad terrible que la condenó a una cama de hospital por semanas y meses hasta su triste deceso. Pude conocer allí el significado de esa profesión, tan pocas veces valorada.
Enfermeras y enfermeros son los que están al tanto de las necesidades del paciente. Ese “estar al tanto” implica todo: administración de medicamentos, supervisión de la evolución, vigilancia del equipo de soporte, decisiones inmediatas, labores de higiene, limpieza cotidiana y un largo historial de pequeñas o grandes atenciones. No todo concluye allí: enfermeras y enfermeros se vuelven confidentes, consejeros espirituales, voces de esperanza. Es el rostro que transmite confianza en los instantes decisivos y son las manos hábiles que resuelven una crisis.
Es común, debo decirlo, que ese rostro se vuelva el último después de una larga agonía o en un momento sorpresivo, cuando los familiares no están por algún motivo o se descuidan en el trance final.
Los médicos son los responsables, cierto, pero la supervisión médica, si bien esencial, no es constante. El doctor o la doctora lleguen un momento, mientras hacen su recorrido habitual, y después siguen atendiendo a otras decenas de pacientes. En cambio, la enfermera o el enfermero allí se quedan, enfrentando lo que sigue y aplicando las decisiones.
Estar en un hospital, sobre todo en un ala de pacientes con alguna gravedad, es impresionante. Todo lo que está alrededor transpira angustia, dolor y muerte. Eso tiene un olor y unos sonidos específicos que se quedan por mucho tiempo. Parece increíble que las y los profesionales de la salud tengan el aplomo para sacudirse ese polvo doloroso al salir y regresar a su hogar, pero es más increíble aún que, estando allí, regalen sonrisas a los pacientes. No se necesita ser Patch Adams. Los profesionales de la salud lo son a diario en muchos grados.
Lo más sencillo sería colocarse una máscara de frialdad y distancia. Algunas y algunos lo hacen y es fácil comprenderlos. No es lo ideal, quizás, pero es un mecanismo de supervivencia. Lo milagroso, aquí, es que enfermeras y enfermeros, en su gran mayoría, no se ponen esa máscara y prefieren abrirse a la calidez y los sentimientos de afecto, de profunda empatía, con quien está sufriendo.
Podría contar muchas historias al respecto. Una noche que cuidaba a mi esposa, escuché quejidos y hasta gritos de dolor a unos pasos. También escuché a la enfermera de turno atendiendo al paciente, dando ánimos, aplicando cosas que yo apenas alcancé a imaginar. Le coloqué a mi esposa unos audífonos y le puse música o alguna película, para que no se angustiara, pero yo me quedé atento a todo, pues no se pueden cerrar los oídos. Un rato después amainó el temporal y el paciente agónico pudo dormir un poco. Apenas concluía el momento terrible cuando llegó la misma enfermera con mi esposa a revisarla y preguntarle cómo se sentía. Después siguió con los demás pacientes a su cuidado. Vaya, ni siquiera un momento de reposo para desprenderse de las emociones en juego.
También enfrentan sinsabores. Es una profesión, como todo lo que rodea al ambiente médico, llena de acusaciones e incomprensiones. Los familiares caen con facilidad en un fenómeno llamado “negación”. No pueden comprender que su paciente esté grave o muera. Eso, entonces, debe ser culpa de alguien y ese alguien tiene que ser el que está a la mano, quien al parecer no hizo lo que tenía que hacer. Es común, entonces, que el “culpable” sea el médico o bien la enfermera o el enfermero.
Con la prolongada enfermedad de mi esposa aprendí a conocer un poco más de esos sinsabores. Una tarde llegó una señora a visitar a un paciente cercano a la cama de mi esposa. Ese paciente ya tenía dos o tres semanas allí y esa señora, al parecer un familiar, lo visitaba por primera vez. Pues bien, aprovechó los escasos momentos que estuvo allí para reprender al enfermero de turno. Le dijo de todo. Le reclamó algo que nunca comprendí muy bien y después, vociferando, se fue de allí. El enfermero aguantó el vendaval con resignación y silencio, suspiró, me sonrió con filosofía al pasar y después siguió atendiendo al mismo paciente, quien se disculpó con él. El paciente le dijo: “no le haga caso, así es ella”. El enfermero le respondió algo así como: “no se preocupe, ya estoy acostumbrado”.
Esas historias abundan. Existen personas que así expresan su preocupación: acusando y quejándose. Algunas van más allá y denuncian en medios públicos, intentando desprestigiar a enfermeras o doctores, o bien proceden con recursos jurídicos, para crear el mayor daño posible. De esa forma, las tareas médicas y de enfermería se convierten en una profesión de riesgo legal, además de todo.
El personal médico también se contagia. No lo olvidemos. Están expuestos a virus y bacterias, que suelen quedarse muchos días por allí, entre los muros, muebles y utensilios de un hospital. Pero no todo contagio es biológico: también existe una forma de contagio espiritual. La psicología identifica un fenómeno o síndrome llamado “del cuidador primario”. En efecto, quien atiende a un enfermo terminal corre el riesgo de compenetrarse tanto con esa agonía que también puede enfermarse y morir. Ocurre mucho. Por eso es común que la pareja de un enfermo grave también se enferme, de lo mismo o de otra cosa, y muera un poco después. Pues bien, ese riesgo lo tienen enfermeras, enfermeros y todo el personal médico, pues son, por necesidad, los cuidadores primarios de cientos o miles de pacientes. Suelen tocar, respirar y sentir ese ambiente desesperanzado de las rápidas, medianas o largas agonías.
La pandemia de hoy colocó a las profesiones vinculadas a la salud en un lugar especial. Se les otorgó la categoría de héroes, por ser los primeros en el frente de batalla contra el enemigo invisible. Estas profesiones son de alta exposición, claro que sí. Son muchas las víctimas por ese riesgo. La categoría heroica no es exagerada, pero a mi juicio fue a destiempo. Ese heroísmo es cotidiano. Cuando el Covid-19 se vaya o se controle, seguirán estando allí miles de enfermedades transmisibles más, otros datos de dolor y de agonía, muchas ocasiones adicionales para enfrentar lo impensable y otras más para sufrir, junto con los pacientes, el dolor, la soledad y la muerte. Pero el personal de enfermería allí seguirá, esperando a los que sufren, luchando con todo, brindando un poco de consuelo en el momento decisivo y alegrándose de ver salir a los que sanan.
Ellas y ellos no esperan mucho. Saben lo que hacen y lo que arriesgan. Sólo quisieran, si acaso, un poco más de comprensión de todos nosotros.
No es mucho pedir para quienes hacen tanto cada día.

El posible origen del odio y el amor, de la fascinación y la aversión…

Fecha: 27 de abril de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Leyendo un texto sobre Spinoza («La política de las pasiones», de Gregorio Kaminsky) advierto que fue un pionero de las experiencias iniciales y su proyección hacia las actitudes adultas. Esas experiencias infantiles son responsables de mirar al mundo de una forma maniquea (todo es reductible al bien y el mal, sin términos medios). De esa forma, los fantasmas, miedos y monstruos del niño o la niña, pero también sus ejemplos luminosos se convierten, en la vida adulta, en odios al adversario real o imaginario, en fe irracional por los personajes providenciales, en dependencia o rechazo hacia figuras de autoridad, en temor hacia ciertas personalidades y amor ilógico por otras.
 
Esto se comprueba con mucha facilidad si observamos algunos debates de nuestros días. A veces encontramos una notable fascinación por ciertos políticos o funcionarios, que son imaginados casi como deidades y cuyos peores defectos son fácilmente subestimados o disculpados. Cuando aparece alguien contradiciendo a ese objeto de adoración surge una respuesta muy cercana a la violencia.
 
Por otra parte, abundan los odios hacia otros políticos o funcionarios, a los que se mira casi como la encarnación del mal. No es necesario mucho seso para darnos cuenta que ese juego de odio y amor es producto de la mente, no del propio político, que tiene la misma suma de defectos y virtudes que otros de su tipo.
 
La psicología, en especial el psicoanálisis, nos ofrece una explicación para estos fenómenos. La transferencia (concepto freudiano aplicado en especial a la relación entre el paciente y el analista) nos dice que la mente revive ciertas experiencias lejanas al interactuar con alguien en el presente. Las relaciones con las figuras parentales y maternales, por ejemplo, dejan marcas en el inconsciente que se proyectan en encuentros futuros y tienden a determinar muchas de nuestras actitudes.
 
A veces alguien nos cae mal o bien desde el primer encuentro. Otras veces miramos con recelo -incluso odio- a cierta figura pública o, al contrario, experimentamos por otra una admiración que a veces raya en el arrobamiento. No son raras las expresiones de odio/amor, pasión/aversión, deseo/repugnancia por unas figuras u otras.
 
En verdad expresamos mucho de lo que somos y lo que vivimos en nuestra infancia (lo que fuimos) cuando asumimos una cierta actitud política, cuando rechazamos a todo un género (las mujeres que parecen odiar a todos los hombres o los hombres que parecen menospreciar a todas las mujeres), o cuando discutimos hasta la mínima recomendación que alguien se atreve a ofrecernos.
 
Vaya, hasta una fotografía, una pintura, un poema, una novela o cualquier cosa puede ser objeto de enconados debates, que asumimos con la carga de temores y alegrías que brotan de la fuente lejana de nuestra propia infancia o de nuestras más íntimas experiencias formativas.

Diez reflexiones para enfrentar con éxito el resguardo en el hogar

Fecha: 23 de abril de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

La emergencia sanitaria por el Covid-19 se expresa en muchos retos. Uno de ellos es la actitud que podemos asumir mientras dura el aislamiento social, ese aislamiento que yo prefiero llamar “resguardo en el hogar”, pues no es deseable concebirnos como aislados del resto de la sociedad. Para ello escribí diez reflexiones personales.

No pretendo poseer la verdad ni expresar juicios absolutos, sino contribuir de alguna forma a que todos superemos tan difícil circunstancia. Tampoco es un listado exhaustivo: existen muchos temas más que pueden analizarse, pero con algo debemos comenzar.

Espero que estas reflexiones sean de utilidad para todas y todos ustedes y me ayuden a compartirlas si consideran que valen la pena.

  1. Mirar con sentido crítico los comentarios inspirados en visiones irracionales. En los momentos de crisis proliferan los comentarios de personas que incitan a los pensamientos catastróficos o apocalípticos, es decir, los que hablan del fin del mundo o de algunas formas de castigo sobrenatural. Esas tendencias (me resisto a llamarlas “ideas”) no sirven de mucho. Al contrario, pueden desatar emociones negativas. El refugio en la fe es sano, pero lo que no es sano es interpretar de forma retorcida a la misma fe, como lo hacen algunas personas inconscientes (incluso alucinadas) que difunden falsas profecías y mensajes sin sustento.
  2. Evitar consumir y difundir información falsa sobre la pandemia. Recordemos que somos lo que leemos y, en mayor medida, somos lo que difundimos, así que al propagar versiones sin sustento en realidad estamos arrojando más basura al mundo. No debe olvidarse, además, que una información falsa puede alterar a muchas personas. En las redes sociales se popularizan noticias imaginarias y comentarios sin fundamento científico, que cuando se examinan un poco se revelan como algo absurdo. El problema es que muchas veces no analizamos: tomamos esas notas como algo verídico y las difundimos de inmediato, pensando que hacemos lo correcto. Notas así están hechas para añadir más horror a lo que ya se enfrenta y eso no tiene ninguna utilidad, salvo multiplicar procesos de angustia o desilusión.
  3. Resistir la tentación de culpar a alguien o algunos de lo que estamos viviendo. Eso ocurre en situaciones críticas, como las que provoca una epidemia y empeoran con los problemas financieros que afectan al empleo y el ingreso familiar. Al buscar culpables en realidad desplazamos la angustia que estamos experimentando, pero eso no sirve de mucho, salvo erosionar más la convivencia. Estos no son momentos de adjudicar culpas, sino de enfrentar las dificultades y superarlas. No creamos que señalando culpables resolveremos nuestros propios problemas. Es además algo injusto. La culpa no sólo se dirige hacia autoridades políticas, sino a quienes tenemos más a la mano: nuestra pareja, nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo o nuestros jefes inmediatos. Eso debilita, en lugar de fortalecer, nuestra red de vínculos afectivos y sociales.
  4. Mantengamos un nivel razonable de confianza en las autoridades. En estos momentos es conveniente atender los mensajes de los representantes institucionales en los tres órdenes (federal, estatal y municipal). Quizás esos representantes no tengan toda la razón, pero brindan una guía sobre lo que debe hacerse de forma organizada. Si esos representantes te piden, por ejemplo, que te resguardes, que uses cubrebocas, que no asistas a reuniones, por algo es. Esa capacidad de escuchar y atender los mensajes institucionales nos permite mantener el orden social en momentos críticos. Lo contrario es alentar procesos de desobediencia civil o incluso de anarquía, que generan más problemas que beneficios. Ya habrá oportunidad de juzgar si la actuación pública de determinada autoridad fue la correcta o no. Mientras tanto lo mejor es acatar recomendaciones.
  5. Luchar por evitar o resolver las tensiones inevitables que surgen en las horas de resguardo. Si tenemos necesidad de compartir nuestro encierro con otras personas, como nuestra familia o nuestra pareja, no podemos permitirnos caer en discusiones o fricciones que sólo volverán terribles los momentos de obligada convivencia. Recordemos que no es lo mismo coexistir que convivir. Coexistir es compartir un espacio. Convivir es compartir obligaciones y responsabilidades, respetando sentimientos, opiniones y necesidades. Nada peor para la convivencia que intentar imponer la voluntad en lugar de dialogar y llegar a ciertos acuerdos básicos. Algunas personas administran de mejor forma el estrés y por ello están obligadas a brindar soluciones a los otros, ayudándoles a reconocer cuando su perspectiva no es la correcta. También debemos saber mirarnos a nosotros mismos, pues quizás seamos los que no estamos procediendo de la mejor forma. Es importante saber mirarnos y no sólo mirar a los demás
  6. Saber identificar y evitar los pensamientos irracionales o negativos que parecen rondarnos. Esos pensamientos son como una voz insistente en nuestra cabeza o, si se quiere, son muy similares a la figura del diablito susurrando en una oreja. En efecto, es muy fácil en situaciones de resguardo, sobre todo cuando existe tanta angustia en el medio social, caer en pensamientos irracionales o negativos. Estos pensamientos aparecen en situaciones estresantes y generan muchos conflictos. Son pensamientos catastróficos y con poco fundamento en la realidad, tales como: “¿ya estaré contagiado?’”, “si me contagio moriré pues estoy en un grupo de riesgo”, “¿y si muero qué será de mis hijos?’”, en fin. Debemos ponerle un alto a esos pensamientos y desecharlos de inmediato, canalizando nuestros pensamientos hacia escenarios más realistas y menos dramáticos. Cuando esos pensamientos se vuelven invasivos y no podemos controlarlos es conveniente platicarlos con una amistad de confianza o, mejor aún, con un profesional de la psicología, para devolverlos a su justo nivel. Hay muchos profesionales de la psicología que podrían atenderte por teléfono o por mensajes en redes sociales durante esta emergencia.
  7. Es muy importante mantener la mente orientada hacia actividades placenteras y, de preferencia creativas. Recordemos que el descanso o la inactividad sin metas ni tareas puede llevarnos a la depresión o al “aplanamiento”, es decir, a no responder de forma adecuada a los estímulos que nos rodean. Es una misión de gran responsabilidad encontrar alguna actividad que nos satisfaga y mantenga activos. Hay tantas como gustos existen: leer (y existen muchos géneros de lectura: novela, poesía, cuento, ensayos); mirar series o películas con un contenido crítico y comentarlas con los amigos; dibujar o pintar en cualquier material; anotar nuestros pensamientos en una forma de diario; realizar alguna actividad manual entre las muchas que existen, en fin. Lo importante es dar un sentido creativo al tiempo disponible y aprovecharlo. Resultaría muy útil encontrar actividades que nos sean placenteras en lo individual, pero también en lo familiar, pues de esa forma podremos contribuir a la felicidad de todos los que comparten con nosotros el resguardo.
  8. Debemos luchar contra el insomnio, que suele aparecer en los momentos de confinamiento. El insomnio rompe el equilibrio vital y genera muchos efectos indeseables. Debemos esforzarnos por acostarnos a una hora estable y levantarnos también a una hora apropiada, organizando nuestra agenda con actividades esenciales tales como: hacer un poco de ejercicio sin desplazamiento exterior; dedicar un poco de tiempo a controlar de forma relajante nuestra respiración; preparar nuestros alimentos y ensayar recetas; trabajar si es posible; convivir con la familia; hacer algunas reparaciones o limpiezas hogareñas, en fin. Existen muchas técnicas para combatir el insomnio y están disponibles por internet. Sólo deben buscarse los sitios serios y con un contenido profesional. Por ejemplo, el insomnio puede combatirse con ejercicios de relajación, evitando actividades excitantes en las horas previas al acostarse y suprimiendo las siestas largas en el curso del día, entre muchas técnicas más.
  9. Puedes estar en soledad física, pero no por eso debes permanecer aislado socialmente. Por fortuna nuestra época nos permite estar en comunicación por muchos medios y lo importante es hacerlo con personas que compartan nuestros intereses o con las que tengamos afinidad. La comunicación es fundamental y esa comunicación debe poseer calidad: platicar de temas amenos; compartir algo con humor; brindar consejos y saber recibirlos; compartir lecturas en formato PDF o la música que nos agrada, en fin. El aislamiento es indeseable, pues somos seres sociales y cuando no conversamos o compartimos intereses con otros caemos en crisis de identidad. Esas crisis se expresan haciendo cosas que usualmente no haríamos, como mantenernos desaliñados, vestirnos de forma estrafalaria o incluso andar paseándonos desnudos por la casa, lo cual nos puede despersonalizar. Recordemos que una buena amistad es la que nos divierte, la que nos enriquece con sus opiniones o la que nos ofrece aspectos positivos como la tranquilidad y la confianza. Si al contrario nos comparte angustia, nos resta valía o nos afecta, es momento de buscar otras amistades.
  10. Pensar hacia el futuro, concibiendo planes y propósitos, para acumular expectativa, esperanza y energía vital. Los momentos de resguardo vuelven poco aceptables los consejos que en otros momentos pueden ser útiles, como los que apelan al “aquí y ahora”, o a la exaltación del presente. El resguardo en el hogar debe ser territorio mental del futuro. Eso implica dotar a nuestro ser de un sentido de vida, que es lo que permitió sobrevivir a quienes enfrentaron el holocausto, la prisión o una circunstancia adversa. Es el momento de valorar lo que hemos hecho para intentar hacer algo más con nuestra oportunidad de vida, es decir, dirigir nuestra voluntad hacia nuevos sueños y aspiraciones. Quizás sea el momento de planificar algún reto que se ha pospuesto durante mucho tiempo, de recobrar una amistad perdida, de fortalecer los lazos familiares. Esa visión del futuro no sólo debe agotarse en nosotros mismos, sino compartirse con la familia para advertir los anhelos que cada integrante posee. Muchas veces ignoramos hasta lo que ambiciona nuestra pareja y es momento de entrelazar proyectos. Recordemos que todo momento crítico es temporal y debemos dirigir nuestro pensamiento hacia lo que haremos cuando esto pase.

El dolor y las letras

Fecha: 20 de abril de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
La Gran Depresión fue una crisis financiera mundial que afectó a todos los sectores de la economía. Duró unos diez años y sus efectos fueron devastadores. Un famoso jugador de billar (Minnesota Fats) dijo alguna vez: «Viajé en limusina cuando los millonarios se tiraban por las ventanas. En 1930 podías pescar a los millonarios con una red». Se refería a que los arruinados se arrojaban desesperados desde los rascacielos del distrito financiero de Manhattan. La imagen podría ser exagerada, pero tenía cierto sustento en la realidad. La anécdota aparece en el libro «Casino, amor y honor en Las Vegas», de Nicholas Pileggi.
 
De hecho, algunos estados norteamericanos (como California) pusieron barreras en sus accesos para impedir que las masas de trabajadores emigrantes llegaran a disputar fuentes de empleo (no eran muros exteriores, ojo, sino interiores, es decir: frente a otros estados norteamericanos).
 
De esos paisajes de agudo desempleo y desesperación económica surgieron algunas grandes obras literarias, como «Las uvas de la ira», de John Steinbeck, la llamada «Trilogía USA», de John Dos Passos (integrada por las obras «El paralelo 42», «1919» y «El gran dinero»), un escritor que ejercería una gran influencia, años después, en los autores latinoamericanos como Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.
 
La depresión también auspició a escritores como Dashiell Hammet, uno de mis favoritos, autor de la famosa novela negra llamada «El halcón maltés» (aunque prefiero una que se lee poco: «Cosecha Roja»)
 
En ese periodo también podríamos identificar a William Faulkner (autor de «Las palmeras salvajes», «El ruido y la furia», «Santuario», entre muchas más), F. Scott Fitzgerald (sólo leí de él «El gran Gatsby» y «Suave es la noche») y a la famosa Margaret Mitchell, escritora de «Lo que el viento se llevó» (más conocida por su versión cinematográfica, con Vivien Leigh y Clark Gable).
 
En fin, quienes ya leyeron algunas de esas obras sabrán que se trata de una literatura dura, desencantada, pesimista y triste, muy propia de la época, pues las letras son un relejo de la realidad, de lo que el escritor mira y de aquello que los lectores están viviendo.
 
Los momentos que vivimos son duros, Incluso es posible que lleguen a ser más duros que los de la Gran Depresión. No se trata sólo de una circunstancia financiera adversa, sino del asedio de una pandemia aterradora.
 
Ojalá logremos superar este momento tan triste, como también espero que, al menos, algunas expresiones literarias lo cuenten hacia el futuro.