Se alquilan las yemas de mis dedos, las que dibujaban caricias en su rostro frente al mar, una vez caminando por la calle, otras más en la banca vacía de aquel jardín.
Yemas desdibujadas. Sus pliegues, sus trazos epidérmicos, sus crestas y laberintos ya no quieren saber de sí.
Yemas huérfanas. No se regocijan más en la saliente de su perfil, esos pómulos labrados con pulimento y desdén.
Yemas que bordan lo inasible y no pueden imprimirse ―dactilograma de ilusiones― por sus mejillas en declive, con la huella de estar allí.
Yemas resecas. Ya no logran preservarse, petrificarse yo diría, en el goteo ámbar de sus poros.
Yemas dubitativas… ¿Para qué conservarlas? Mejor alquilarlas, que den alguna renta, que hagan algo para mí. Quizás ponerlas en subasta, rematarlas, dejarlas ir.
Yemas ingrávidas, anhelantes de anclaje, de posarse con regocijo, de señal propicia de aterrizaje.
Yemas errantes a la búsqueda de una patria prometida: epidermis sin confusión, locura, culpa o egoísmo.
Yemas extraviadas a la caza de una superficie dispuesta a ser hollada, de un solar sensible que no quiera sacudirse esa táctil opresión.
Yemas en ruina. Hacer algo con ellas mientras sigan como tales, afanosas en el puro querer tocar.
Yemas confusas. Que hagan algo, cualquier cosa, que las distraiga de seguir tanteando y tonteando hacia la nada y el pesar.
Andaba malhumorado cuando llegué a un viejo auditorio donde se amontonaban algunas sillas en desuso. Se me ocurrió separar una y colocarla en medio del foro. Me pareció una metáfora de la soledad. Luego puse dos, una frente a otra. Era una clara expresión del diálogo. A esas mismas dos las coloqué en oposición, cada una mirando a otro lado y me fue posible imaginar a una pareja distanciada. Luego tomé tres, cuatro, cinco y muchas más para construir figuras con ellas. Dependiendo del acomodo, algunas de las combinaciones resultantes me daban la impresión de un enconado debate, un encuentro amoroso, un desencuentro amargo, una discusión sin sentido, una turbamulta, una aglomeración caótica, en fin. Cada instalación asemejaba una emoción humana, una conducta, una expresión de nuestros encuentros y desencuentros sociales. Nada raro, pues las sillas son una prolongación de nuestra humanidad y fueron hechas para portar al ser humano, para dar cabida a lo que se sucede cuando alguien se sienta en ellas. Estaba en eso, abstraído, cuando llegó al lugar un artista plástico muy dado a lo conceptual. Miró mis grotescas combinaciones y me dijo que todo le resultaba inspirador, que yo tenía una gran sensibilidad creativa. Le dije que no estuviera fregando y me fui de allí a jugar con mis piezas mentales a otra parte. Mejor acomodaré piedras donde nadie me vea.