Levantar un párpado,
bajarlo,
levantar el otro,
bajarlo…
Ver el mundo a medias,
a cada lado de la nariz,
como lo ven los niños,
sin querer ver todo
y sin tomarlo en serio.
Levantar un párpado,
bajarlo,
levantar el otro,
bajarlo…
Ver el mundo a medias,
a cada lado de la nariz,
como lo ven los niños,
sin querer ver todo
y sin tomarlo en serio.
Un hombre se imaginó como el modelo de los demás. Un paradigma caminando. Sentía que algunos lo miraban con cuidado y después le indicaban algo a los otros. Con eso en mente cuidaba de sus pasos, de sus gestos, de sus poses y palabras, suponiendo que todo en él sería replicado, tomado como molde, elevado como ejemplo. Un día se dio cuenta que algunos niños lo miraban y reían. Que lo imitaban sin garbo, como al descuido. Que no lo reflejaban como en espejo, sino que lo imitaban en versión grotesca, que lo copiaban como si fuese un garabato. Comprendió que no era el referente ni el gran ejemplo, sino el caso raro o el loco del pueblo. Que no era el paradigma de lo noble, sino el ejemplo de lo que puede pasar cuando supones algo sin saber verte a ti mismo.
A veces las palabras se elevan,
se entrelazan con el viento,
vaporosas,
se sienten nube un momento
y luego se disipan.
Con el tiempo se vuelven polvo,
enrarecen,
acumulan,
y al final descienden en algún lugar.
Otras veces se quedan cortas,
entonces se humedecen al brotar.
Es cuando las palabras se vuelven lágrimas,
caen a plomo al mismo suelo
donde las otras,
las esquivas,
las que soñaron con ser nube,
tarde o temprano llegarán.
Dos ríos corren en mi. Uno es lento, tanto que aletarga. Cuando quiero salir del ritmo cotidiano, me asomo al río que fluye con calma y pierdo la razón de la prisa. Si quiero apretar el paso, descomponer al mundo, me alejo de ese río imperturbable que no quiere darse prisa y me arrojo al otro, al del bullicio, al tortuoso, al que no tiene piedad, al que sólo avanza por el cauce que le da la gana.