Me gustaba mucho asistir al Senado de la República. Mirar y escuchar los debates, sobre todo aquéllos en que participaba Porfirio Muñoz Ledo, pues sus discursos y sus réplicas en cada debate eran un deleite. Estaban salpicados de cultura y mordacidad, de cierta maldad incluso, como deben ser los grandes polemistas. Al terminar mi estancia en el Senado me quedaba todo el centro de la gran ciudad para recorrerlo y sentirlo. Otra delicia. Esas calles, esas iglesias, esos rincones quitaban el aliento. Me parecía cruzar por un cuento de Carlos Fuentes. Siempre fui sensible a la historia y debo confesar que hasta la paladeo, la siento como un hormigueo en la garganta. Así me sentía allí. Si algo vale la pena de mis años de vida en esa ciudad es aquellos recorridos que parecen propios de un sueño. Mi refugio entre una cosa y otra era la pequeña oficina del senador colimense Roberto Ánzar, que me trataba con afecto y paciencia, como si fuera un tío. Era pequeña, digo, pues el senado entonces funcionaba íntegro en la vieja casona de Xicoténcatl. Atendía esa oficina una secretaria que ya tenía muchos años en esa institución. Me trataba con amabilidad cuando llegaba y tenía la instrucción de permitirme acceder, usar un escritorio y hacer llamadas. Todo bien, pero aún no conocía a profundidad la naturaleza humana y estaba por recibir una de mis primeras lecciones. Un día la buena señora me dijo que se le había perdido algo, no recuerdo muy bien qué, cierto aparato electrónico del momento, quizás unos walkman o algo así y me preguntó por ellos. Le dije que nos había visto. Me respondió en un tono muy amargo:
-Qué extraño Rubén, yo vi que los tomaste el otro día que viniste y desde entonces no los he visto.
Dios, era una acusación muy seria. Le dije que ni siquiera recordaba haberlos visto alguna vez. Que debía estar equivocada. Me sentí caliente de la cara por sentir esa acusación tan grave y tan injusta, pero a ella eso no le importó. Me volvió a decir que ella me había visto y que me exigía que se los devolviera. Me sentí tan mal que sólo alcancé a balbucear que una vez que me llegara dinero con gusto le compraría unos nuevos o que le daría la cantidad que ella precisara. Me devolvió una mirada fría y me dijo que no debería tardar en pagarle porque me acusaría con el área de seguridad y ya no me dejarían entrar al Senado. Me sentí muy mal por todo eso, tanto que ni siquiera me atreví a cuestionar tan graves acusaciones. Tampoco se me ocurrió comentarlas con mi amigo el senador. Dejé de ir a esa oficina por una semana hasta que me llegó un dinero de Colima y fui de inmediato para pagarle. Era el dinero que necesitaba para pagar la renta en donde vivía y para mi manutención, pero eso no importaba en ese momento. Al llegar al Senado, después de saludarla, le dije que ya tenía dinero y le pedí que me precisara la cantidad del aparato que se le había perdido. Ella me miró y me dijo con total naturalidad:
-Ah, Rubén, no te preocupes. Fíjate que ya encontré eso. Estaba en ese escritorio.
Así fue todo. Ni siquiera una disculpa. Le dije que ella había dicho que estaba segura que yo los tenía, que incluso mencionó que me había visto, pero respondió con desgana que no era para tanto y ya. Para ella fue algo cotidiano y trivial. Me fui de allí con un vacío en el estómago. Aprendí entonces que hay personas que acusan sin razón tan solo para tantear el terreno o ver qué es lo que pasa. Quizás muchas personas han sido acusadas de algo terrible sin merecerlo y hasta es posible que purguen penas de algún tipo por dichos insensatos de alguien que no se tienta el corazón para dañar al prójimo. Me sentí atemorizado por el futuro y por primera vez comencé a ver con cautela a todos los que me rodeaban. Una señora amable, en un rincón de cualquier oficina, puede tener la capacidad de destruirnos si se lo propone. Bueno, aprendí también que una de las tareas de la vida es consolidar una imagen personal y rodearse de instrumentos de poder para que eso, precisamente, no resulte tan fácil.
Sospecho que la existencia es un continuo hacerse a sí mismo y hacer algo por los demás.
Con los años se hace más difícil seguir haciéndose a sí mismo y lo que se hace parece cada día menos bien hecho.
Morir quizás sea no poder hacer más para sí mismo y para los otros.
Dejar de hacerse y de hacer.
Eso creo.
Todo poder y más el naciente exige de símbolos. El aparato que rodea al poder tiene una misión: persuade aún antes de que pueda sentirse. Avisa antes de golpear. Cuando el poder decrece, sin embargo, sólo queda el símbolo que se vuelve más y más aparatoso. Se vuelve oropel.
Podría ser una fórmula para la comprensión: a mayor poder el simbolismo es equivalente. A menor poder el simbolismo crece intentando mantener las apariencias.
La fundación de una ciudad es un tema apasionante. Los pueblos del Mediterráneo, en especial los griegos, fueron hábiles fundadores y (lo dijo Asimov en una expresión feliz) salpicaron de ciudades las riberas de ese mar y del Negro. Existe un relato apasionante de la fundación de Roma debido a Livio. Rómulo y remo se disputan el liderazgo y lo dejan a la voluntad de los dioses. Se aíslan para recibir los presagios. uno va al monte Palatino y otro al Aventino. Remo mira seis buitres y Rómulo doce. La disputa por el poder termina de forma sangrienta y Remo perece. Lo primero que hace Rómulo es trazar la ciudad y fijar sus limites, es decir, el deslinde para erigir murallas. Después se dedica a establecer los ritos religiosos, adoptando ritos locales (el rito Albano le dice Livio) aderezados por un rito griego, el dedicado a Hércules según lo fijó Evandro. En seguida dicta las leyes a las que deberá sujetarse su comunidad. Livio anota algo magnífico: para consolidar su poder se enaltece a sí mismo por medio de señales exteriores de su autoridad. La más importante es la organización de doce lictores, quizás como referencia a los buitres del augurio de poder, a una costumbre etrusca o a la concurrencia de doce tribus en la creación de la ciudad. Después organiza al senado en número de cien y define así a los primero padres o patricios de su ciudad. En suma: establecer linderos, fortalecer el perímetro, definir los ritos religiosos, dictar leyes, rodear de símbolos al poder y organizar las instituciones de mando. Tales son los pasos definidos en esa historia para una fundación exitosa.